Uno miró hacia atrás y solo logró ver a Cero que lo seguía. Se preguntó si tras
este, la fila se prolongaría, pero el grosor de Cero no le permitía observar lo que había más allá de aquel orondo
cuerpo. Uno ocupaba la primera posición
en esa carrera; no obstante le preocupaba el número de participantes. Ganar a Cero carecía de mérito. Era sabido que Cero jamás podría adelantarlo, pues aun
en el hipotético caso de que esto aconteciese, de inmediato este desaparecería;
no en vano para expresar algo sin valor se utilizaba la expresión «ser un cero
a la izquierda».
Uno corría desaforadamente, pues sabía
que era muy posible que Seis u Ocho, con su forma circular inferior, pudiesen
adelantarlo. No le preocupaba ni Cuatro
ni Siete, pues solo tenían una pata y
su cuerpo asimétrico los desequilibraba.
La carrera
discurría por un circuito constituido por rectas que se quebraban en ángulos
rectos; algo así como correr por las líneas de un sistema de cuadrículas.
Destellos de luz, como flashes de cámaras fotográficas, los rodeaban y, a lo
largo del recorrido, podían verse pequeños cilindros y otros objetos
tridimensionales cuya función les resultaba desconocida.
En una
desviación hacia la derecha, Uno miró
hacia atrás girando la cabeza en un ángulo de 135 grados y observó que tras Cero se encontraban otros dos Unos, mientras un Cero cerraba la fila. Solamente eran cinco corredores. Una leve
decepción lo invadió.
Le pareció
sumamente extraño que no se encontrase en la fila ningún digito superior a él. La
probabilidad de que un número, tomado al azar de cinco dígitos, solo contuviese
Ceros y Unos era del orden aproximado de 0,00017, es decir 17 casos entre cien
mil. Era realmente sorprendente.
El hecho de
carecer de rivales le dio la certeza de que obtendría la victoria. En el peor
de los casos, solamente otro Uno
podría superarlo, pero la presencia de Cero
tras él era un considerable obstáculo para que cualquiera de sus dos congéneres
tuviesen alguna oportunidad.
La carrera
llegaba a su fin. Se veía el final del circuito, y, en lo que resultaba ser la
meta, se encontraban una serie de artilugios en forma de pequeños rectángulos
asidos al suelo mediante una especie de patas metálicas, como si se tratasen de
unas garrapatas artificiales.
Ya no había
posibilidad de que se alterase el orden de los dígitos en esa carrera peculiar.
Uno venció seguido de Cero; en tercer y cuarto lugar dos Unos y cerraba la serie un Cero.
Tras cruzar la
meta, todos se sintieron azotados por lo que parecían ser descargas eléctricas
emitidas por aquellos rectángulos de sílice. Mientras advertían como perdían la consciencia
de sí mismos y todo parecía desvanecerse, pensaron fugazmente en lo injusto que
resultaba aquel desenlace después de haber disputado aquella carrera.
Sus destinos
consistían en ser procesados para metamorfosearse en algo diferente.
La pantalla rectangular
de la calculadora de bolsillo se iluminó con luz verde esmeralda y el
estudiante pudo leer: 22.
José M. Ramos González.
Pontevedra, 10 de enero de 2013.