martes, 2 de agosto de 2011

Pontevedra decimonónica. Caciques y cultura


La ciudad de Pontevedra todavía conserva hoy las huellas de su glorioso pasado. Sus calles intramuros, son muestra del señorío que engalanó la ciudad a finales del siglo XIX. Sus pequeñas y coquetas plazas, cuyo perímetro lo delimitan soportales o edificios blasonados, de solido granito de las canteras locales, todavía conservan en sus fachadas los escudos heráldicos de las familias hidalgas que fueron núcleo a partir del cual se fue concretando la ciudad tal y como hoy la conocemos. Sus angostas calles nos hacen retrotraernos a épocas pretéritas en las que por su pavimento empedrado pisaban con gallardía nuestros antepasados que se dirigían a las tertulias literarias o a las sociedades culturales que se prodigaban para lustre de la ciudad, tales como el Casino, el liceo Gimnasio, la Sociedad Arqueológica, etc.
Los paseos por la Alameda, donde la burguesía, la aristocracia y el pueblo llano, disfrutaban de los conciertos de la banda del Hospicio, constituían un buen pretexto para las relaciones sociales, pese a que cada sector disponía de su zona sin mezclarse. Esos paseos eran la prueba más palpable de una sociedad estratificada y clasista pero que al convivir en una ciudad pequeña, y al conocerse unos y otros, respetaban y asumían esas diferencias de rango que el destino, las rentas y el apellido les habían conferido, no desviándose nunca del rol que tenían asignado.
Si bien esta diferencia de clases hoy podemos juzgarla como una reminiscencia del pasado, iba a tener un aspecto positivo dentro del contexto histórico en el que se manifestó.
Las razones que determinaban estas diferencias sociales tan sólidamente instaladas en nuestra ciudad, se manifestaban fundamentalmente en dos ámbitos, el cultural y el económico, aunque en la mayoría de las ocasiones ambos estaban íntimamente relacionados. Dos sectores destacaban por encima de los demás: los rentistas, terratenientes, propietarios de grandes extensiones que le proporcionaban pingües beneficios y que comerciaban en régimen de monopolio sin que nadie pudiese interferir en sus transacciones, y por otro lado aquellos que poseían una cultura adquirida gracias a cierto desahogo económico familiar que les permitía estudiar en la Universidad y seguir manteniendo indemnes esas inquietudes intelectuales tan ajenas al pueblo llano que en un elevado porcentaje estaba sumido en un lamentable analfabetismo.
Dentro de los primeros, el caso más paradigmático que nos podemos encontrar es el de José Riestra, que ostentaba el título de marqués. Era célebre su palacio de La Caeira, donde recibía a sus amigos y despachaba sus negocios. El marqués de Riestra tenía el monopolio del comercio del material de construcción, madera y cerámica. Su título nobiliario le confería también un prurito social que lo elevaba por encima del resto de sus convecinos, por lo que era respetado y se le rendía la pleitesía que su rango merecía. Él, para mantener su estatus y marcar su territorio sin que quedase ninguna duda de su categoría personal, hacía obras de caridad y se manifestaba públicamente como un altruista para con los menos favorecidos por la suerte. Esta actitud era muy propia de la aristocracia de la época para no aislarse socialmente, pues constituía un modo de seguir conservando incólume el respeto que les prodigaban los demás.
El aspecto económico, llevaba ineludiblemente asociado una inmersión en la política donde intereses comerciales debían ser discutidos y negociados en los foros del Estado y promulgar las leyes más convenientes a los mismos. De este modo, estos personajes eran llamados a formar parte de la élite política local o estatal y su privilegiada posición entre sus vecinos se veía reforzada por esta actividad que permitía controlar y regir sus vidas desde el púlpito político.
Los caciques, que formaban un entramado tupido que no permitía la injerencia ni la intrusión de cualquier movimiento político que no fuese el liberal y el conservador en los que militaban estos prebostes, mantuvo España y en particular Galicia y las regiones menos favorecidas, sometidas a un servilismo hacia los que manejaban los hilos y entresijos de la política local, extrapolada a la corte madrileña. Cualquier otro movimiento liderado por la voluntad popular como pudiese ser el sindicalismo, el socialismo o el anarquismo, no tenía ninguna posibilidad de introducirse entre esa sólida red impermeable mediante la transmisión del poder por la ley de la genética. De este modo, el nepotismo garantizaba la continuidad del sistema.
Junto con el Marqués de Riestra, Eugenio Montero Ríos, fue otro de los representantes más destacado de este régimen. Adscrito al partido liberal, ejerció cargos de mucha relevancia dentro del gobierno de España, desde Presidente del Tribunal Supremo en 1880, hasta ministro de fomento con posterioridad. Fue uno de los miembros de la Comisión que negoció el armisticio con los Estados Unidos con motivo de la guerra de Cuba y que supuso para España, la pérdida de Cuba y las islas Filipinas, en 1898, el llamado año del desastre.
Montero Ríos alternaba su residencia entre Madrid, a donde tenía que acudir por razones de Estado, y su finca de Lourizán, a dos kilómetros de Pontevedra, donde había construido un suntuoso palacio, hoy todavía en pie. Tal era su poder que incluso llegó a llevarse la línea telefónica hasta su finca para que el político pudiese estar en permanente contacto con su despacho en Madrid y mantenerse informado en tiempo real de los avatares acontecidos en la capital.
El nepotismo de Montero Ríos fue evidente, logrando situar a su yerno y a su hijo en puestos de relevancia que permitían conservar sin ningún atisbo de amenaza, sus influencias en toda Galicia y mantener en la provincia al partido liberal en la cumbre. Su instrumento de divulgación popular era el Diario de Pontevedra, que competía con el conservador La Correspondencia Gallega. Ambos periódicos constituían los altavoces de la ciudad y llegaron a mantener duros enfrentamientos derivados de sus encontradas ideologías, si bien las formas eran mantenidas en un sentido de camaradería entre colegas y algún rasgo de corporativismo. En el fondo podría decirse, utilizando un eufemismo, que se “odiaban cordialmente”. El primero estaba dirigido por Andrés Landín, padre del que sería también redactor del periódico y cronista de la ciudad, Prudencio Landín. La Correspondencia Gallega era propiedad de José Millán, que a la sazón era su director e impresor. Ambos ostentaban el monopolio informativo y por ende eran los adalides de la cultura que en las columnas de su periódico se prodigaba entre las informaciones de actualidad internacional, estatal y local.
Entre las muchas polémicas que llegaron a enfrentar a ambos medios, destacamos la surgida con motivo de la construcción del Hospital Provincial. El Diario de Pontevedra se hizo eco de unas manifestaciones del teniente de alcalde D. Pedro Martínez Casal que, en un pleno consistorial, denunció las deficiencias de construcción del edificio y las irregularidades en el empleo de materiales, acusando implícitamente la labor del contratista de la obra Andrés Corbal, cuyo hermano, Benito, era concejal del ayuntamiento. Esta acusación provocó la rápida respuesta de La Correspondencia Gallega defendiendo los intereses de los Corbal y su probidad, llegando incluso a acusar de chantaje al Diario de Pontevedra. Esta virulenta polémica está documentada en las hemerotecas y en el libro del Dr. Antonio Días Lema, Historia del Hospital Provincial, editado hace pocos años por la Diputación Provincial.
José Millán, cuyo periódico ya mantenía una tendencia claramente conservadora, ya había tenido problemas hacía años cuando era director del periódico Crónica de Pontevedra, publicando una serie de artículos contra Montero Ríos. El Crónica de Pontevedra desaprobaba la actuación de Montero Rios, entonces Presidente del Tribunal Supremo, en el famoso crimen de la calle de Fuencarral acontecido en 1880, cuya publicidad mediática provocó la dimisión de Montero. La Correspondencia Gallega vaticinaba la defenestración política de Montero Rios a raíz del caso, pero se equivocaría en sus pronósticos porque la carrera de este salió más que fortalecida y siguió ocupando cargos de gran responsabilidad durante muchos años más y en una época de auténtica convulsión política.
En definitiva, estos hombres tenían bajo su yugo a una numerosa población rural que vivía extramuros en las parroquias limítrofes, como Lérez, Marcón, Mourente, Salcedo… dedicada a las labores del campo, y a un gremio marinero, que ocupaba la práctica totalidad del barrio de la Moureira, y que en ocasiones se veían gratificados con alguna dádiva que los prohombres les concedían desde su peana de poder. Esta diferencia era respetada y no existían fricciones. La carencia de movimientos de rebelión por parte del pueblo contra los que imponían su voluntad, se debía sobre todo al principio de autoridad que estos últimos solían esgrimir y dejaban entrever con sus influencias en el Madrid de la corte primero y la República después, donde su poder comenzaría a ser debilitado por la aparición de movimiento populares que serían preludio de una debilitación de este régimen tan personalizado, pero que no desaparecería por completo.
El régimen caciquil por sus procedimientos, era como una prolongación atenuada del régimen feudal de la Edad Media y estuvo apoyado implícitamente por los medios de comunicación locales que pocas veces cuestionaban la integridad del cacique, so pena de represalias que normalmente concluían con la desaparición de la publicación o el castigo penal del director o redactor de turno por delito de injurias y calumnias.
Esta élite era también la que tenía acceso a la cultura que se concentraba en muy pocas personas. Mientras en el campo y en el mar se trabajaba desde la salida a la puesta del sol, la burguesía y la aristocracia disponía de mucho más tiempo libre para el ocio,  por lo que en algunos casos pudieron dedicarse a saciar su sed de conocimientos y buscar en los vientos que soplaban fuera de Galicia y sobre todo en el extranjero, la vida que en la pequeña provincia no podían tener. Mientras a los pobres no les quedaba más remedio que recurrir a la emigración como vía de escape de una situación vital insostenible, provocada en cierta medida por las medidas arbitrarias de unos pocos y la nefasta política que mantenía sumida a España en una crisis galopante, la casta privilegiada miraba más allá de sus fronteras con admiración sin moverse desde la cómoda y elevada posición que su estatus les confería.
Y como el turismo, tal como hoy en día lo entendemos, todavía no se había inventado, pues el viaje todavía suponía un esfuerzo considerable al ser las vías de comunicación deficientes y los medios de transporte lentos, el  mejor método para conocer lo que ocurría fuera de Galicia, era tener acceso a la prensa y sobre todo a la literatura, que era la manifestación cultural más fiel de los movimientos sociales y culturales que se estaban produciendo en el mundo.
A finales del siglo XIX Francia era el referente cultural por antonomasia. Las familias nobles de toda Europa mandaban a sus hijos a colegios franceses o incluso llegaban a residir con carácter definitivo en Francia. El francés resultó ser el idioma europeo a estudiar y la figura del afrancesado, como aquella persona que admiraba todo lo procedente allende los Pirineos, surgió con más fuerza después de que casi un siglo antes fuese considerado un proscrito y un traidor de la patria con motivo de la Guerra de la Independencia contra las huestes de Napoleón. La Revolución Francesa no solamente supuso un cambio radical en una sociedad de la que nos separaba una simple cordillera, sino que supuso una revolución cultural en la que toda Europa quiso beber. Francia seguía siendo el faro cultural que iluminaba Europa, mientras que el resto del mundo era una enorme colonia dependiente de los países europeos y Estados Unidos todavía estaba comenzando a duras penas su historia. Las civilizaciones milenarias asiáticas, aunque comenzaban a ser visitadas esporádicamente por los europeos, todavía conservaban sus tradiciones y cultura en un estado que la inferencia colonizadora del europeo todavía no había alterado.
Si bien la Revolución Francesa había sido una revelación para los más oprimidos y una puerta abierta para las esperanzas de los menos favorecidos que respiraban aires de libertad, el analfabetismo y la ignorancia de aquellos a quienes iba dirigido, provocó que esos aires solamente fuesen respirados precisamente por aquellos que no los compartían y que amenazaban su cómodo estilo de vida, aunque de algún modo los analizasen con respeto e incluso con admiración siempre y cuando a ellos no les afectase, quedándose con el aspecto de la misma que más convenía a sus intereses o a sus gustos. Y el arte fue el aspecto más inocuo y al mismo tiempo más atractivo que de esa Revolución podían tomar. Y fue ahí donde el afrancesado bebió el néctar que desde Francia era arrojado a borbotones por toda Europa.
Después de Santiago de Compostela, en la que la presencia de la Universidad era obligado sinónimo de vanguardia cultural, Pontevedra fue con diferencia la ciudad más cultivada de Galicia en la transición entre los siglos XIX y XX.
Si en la actualidad tomamos un callejero de la ciudad y analizamos las biografías de los personajes que fueron honrados o honraron con su nombre sus calles, podremos comprobar que en un porcentaje muy alto pertenecían a esa época intersecular. Andrés Muruais, José Casal, José Millán, Víctor Said Armesto, Ernesto Caballero, Benito Corbal, Montero Ríos, Riestra, Echegaray… y muchos más vivieron, trabajaron y nos dejaron un legado cultural e histórico que hicieron de la ciudad un foco cultural en toda Galicia y por extensión en toda España.
Entre los que destacaron en los ámbitos culturales de una forma más significativa y cuya tarea fue fuente inagotable de recursos para los demás en cuanto a los conocimientos de todo lo que procedía de Francia, fue Jesús Muruais Rodríguez. Puede decirse que era el prototipo del afrancesado en todas sus vertientes. Dominaba el francés a la perfección y desde su Pontevedra natal vivía el mundo frívolo y artístico del París de entreguerras, merced a su surtida biblioteca.
Jesús Muruais (1852-1903)
Sin embargo el Muruais que pasó a la posteridad, y que hoy tiene una calle que lleva su nombre fue su hermano Andrés, poeta y activo promotor del carnaval pontevedrés con la creación de las leyendas del Urco que todavía hoy en día sigue siendo rey del carnaval pontevedrés. Andrés Muruais murió a los 31 años, y esta prematura muerte supuso una pérdida para las letras gallegas y al mismo tiempo mitificó su persona. Extrovertido, emprendedor, amante de cualquier tipo de actividad cultural, estudió Medicina pero la dejó marginada por su amor a las letras. Si bien, quien nos interesa a nosotros es su hermano Jesús, un año menor. Jesús nació el 24 de diciembre de 1852 y su personalidad era completamente opuesta a la de su hermano; tímido, introvertido, físicamente poco agraciado y amante del recogimiento. No obstante ambos hermanos eran complementarios. La muerte de Andrés supuso un duro golpe para Jesús, pues aparte de la desaparición de un compañero,  la inevitable comparación que se estableció después entre ambos le ponía el listón en exceso muy alto.
Jesús fue catedrático de Latín en el Instituto de Pontevedra y de vez en cuando escribía, pero sin la continuidad precisa para pasar a la historia de la literatura. Era perezoso para la escritura, sin embargo tenía una afición desmedida por la lectura.
Jesús Muruais pasó a la historia de nuestra ciudad por la grandiosa biblioteca de la que era propietario y donde bebieron escritores y amantes de las letras de la talla de Víctor Said Armesto, Ramón María del Valle Inclán, etc… En su domicilio de la casa del Arco de la plaza Méndez Nuñez, se celebraban tertulias literarias a las que asistía la flor y nata de la vanguardia cultural pontevedresa y gallega. La relación de los personajes que por allí pasaron es realmente extensa.
Esta biblioteca poseía la mayor colección de literatura francesa de toda Galicia. Tal como salían a la venta en Francia, ya estaba Muruais adquiriéndolos por mediación de una librería madrileña, probablemente la librería Gutemberg. En ocasiones, desde allí  iban a parar a los talleres del encuadernador Corvera de la calle Espejo de Madrid, y una vez esmeradamente encuadernados se enviaban a Pontevedra. Este procedimiento posibilitó que hoy en día estos ejemplares se encuentren en un estado perfecto pese a tener más de 100 años. Poseía obras de todo tipo, pero sobre de literatura, tanto narrativa como poesía. Además también adquiría periódicos, folletos, revistas, láminas y todo tipo de material impreso que recibía de toda Europa. Tenía un gusto evidente por temas licenciosos o eróticos, lo que supuso que a su muerte, tanto su esposa como el consejero espiritual de esta realizaran un expurgo que minó considerablemente esta extraordinaria colección. Esta particular característica en sus preferencias por lo erótico, hizo que algún biógrafo lo tildase de “mirón lujurioso”. Afortunadamente, 47 años después de su muerte, todavía quedaban muchos volúmenes custodiados por sus descendientes que fueron adquiridos por la Biblioteca Pública de Pontevedra y que hoy podemos consultar en la misma.
Su familia era de las más importantes e influyentes de la ciudad. Su cuñado Pedro Martínez Casal, esposo de Soledad Muruais, fue concejal durante muchos años y uno de los que más contribuyó a la modernización de la ciudad desde su puesto de político local.
Como escritor, Muruais destacó sobre todo en el campo de la crítica literaria. Era agudo e incluso llegaría a polemizar agriamente con Clarín llegando al insulto y a la descalificación personal. Habida cuenta que Clarín era un crítico temido y respetado, los ataques de Muruais suponían un acto de valentía, del que al final no salió en exceso bien parado, toda vez que Clarín obtuvo la inmortalidad literaria y Muruais permaneció en el anonimato. Sus célebres Semblanzas Galicianas ponían de vuelta y  media a muchos poetas contemporáneos suyos. También fue autor en fecha temprana de una antología de cuentos que pasó sin pena  ni gloria titulado Cuentos Soporíferos y que Clarín destrozó en una breve crítica. Muruais nunca lo perdonaría y quizá fuese ese y  no otro, el motivo de la inquina que contra el escritor asturiano, mantuvo el resto de su vida. Colaboró en los periódicos de la época tales como el citado Diario de Pontevedra y sobre todo en la revista quincenal que dirigía Enrique Labarta Pose, Galicia Moderna.
Murió el 1 de julio de 1903 y sus funerales no tuvieron la pompa de los de su hermano. Hoy sus restos mortales descansan en el suntuoso panteón familiar del cementerio pontevedrés de San Mauro y, pese a que una lápida reza: “Propiedad de Jesús Muruais y Pedro Martínez”, el busto que corona el monumento, sigue siendo el de su hermano Andrés, obra del prestigioso escultor funerario catalán Josep Reynés, aunque otros investigadores se lo atribuyan al santiagués Isidoro Brocos.
Nosotros, desde este modesto foro, queremos reivindicar su persona y de algún modo, dentro de nuestras posibilidades, sacarlo del olvido en el que estuvo sumido durante largo tiempo.

José M. Ramos González
Pontevedra, 3 de agosto de 2011