jueves, 2 de abril de 2015

El profanador (relato)



Las broncíneas campanas del carrillón del ayuntamiento dieron las doce. Los goznes de la vieja puerta del cementerio chirriaron, produciendo un efecto horrísono en las sombras de la noche. No se oía otro ruido que el grito lastimero generado por el rozamiento del metal oxidado con el granito milenario.
El portalón, gigante verja de hierro fundido, tenía cuatro metros de alto, y la fuerza desplegada por el profanador para entreabrirla era considerable, pero éste era un hombre fornido y resuelto.
Acostumbrado a violentar todo tipo de obstáculos, abrir esa puerta era cuestión baladí; por suerte no tenía que luchar contra un candado o una cerradura que pudiera haberse opuesto a sus malévolas intenciones. Todavía joven, vivía de los robos que perpetraba aquí y allá, pero sobre todo de los pingües beneficios obtenidos con el saqueo de tumbas, robando todo aquello de valor que el finado se lleva consigo en su postrer viaje: joyas, relojes, gemelos, pulseras, cadenas…etc.
El hombre, tan voluntarioso como desalmado, carente del más mínimo escrúpulo, escoria social, delincuente irredento, entró en el camposanto mirando a izquierda y derecha, como escrutando en el silencio la presencia de cualquier elemento que pudiera delatarle, pero ni los ojos ni el ulular de pesadilla de las lechuzas, ni siquiera las copas de los cipreses meciéndose merced a un viento inexistente, se manifestaban en la oscura noche. La naturaleza parecía tan muerta como los que dormían su eterno sueño en las tumbas que se alineaban con precisión matemática en un despliegue de sencillo diseño arquitectónico, cuyo único fin era optimizar el espacio en tan pocas hectáreas de terreno.
Conocedor de los múltiples vericuetos y senderos de esa necrópolis, de esa ciudadela sin vida con sus calles solitarias y sus pequeños edificios, sus cenotafios, sepulcros y panteones, artísticos los unos, prosaicos los otros, el profanador se dirigió sin dudar hacia su objetivo: la tumba de una mujer que había sido enterrada esa misma mañana. Sabía que era joven; había asistido a su inhumación para estudiar el terreno. Se había quedado un tanto alejado de la comitiva porque no quería llamar la atención. Toda precaución era poca, y pasó desapercibido entre algunos visitantes que, a aquella hora, presentaban sus respetos y adecentaban las últimas moradas de sus difuntos. Mientras tanto, el sepelio de la infortunada muchacha se celebraba con manifestaciones de duelo y con gran incontinencia de llantos. Una pareja de ancianos, con el semblante distorsionado por un rictus de dolor, parecían ser los padres de la muerta. Un grupo de personas, con caras serias y circunspectas, los rodeaban con ánimo protector y condescendiente.  En algunos de esos tristes rostros ve veían como las lágrimas rodaban por las pálidas mejillas y  el movimiento de los pañuelos blancos, destacando sobre el luto del conjunto, que se obstinaban en secarlas.
Él apuntó mentalmente la ubicación del nicho donde habían introducido el ataúd de cedro, cuyo brillo, debido a la capa de barniz que lo cubría, quedó apagado de inmediato en la oscuridad de la hendidura donde permanecería para siempre, salvo que él lo impidiera. Y esa noche, era precisamente lo que él iba a hacer bajo el cielo que, cual sudario negro, no permitía pasar ni el más mínimo resplandor de las estrellas eclipsadas por las estáticas nubes que permanecían en lo alto como mudos testigos de lo que iba a suceder. Las estatuas marmóreas de los ángeles que coronaban los sepulcros, en mirada lánguida dirigida al cielo, se aferraban a las cruces para no levantar un vuelo que los liberase de custodiar una tumba terrena. Formaban un ejército alado y pétreo, indiferentes a la presencia de aquel mortal que caminaba ajeno a ellos y que todavía no había ido a engrosar las legiones de demonios que eternamente combatían.
Cuando le asaltaba algún prurito de miedo atávico a los muertos, no lograba comprender esa debilidad de su inconsciente y trataba de racionalizarlo.  Siempre se decía a sí mismo que los vivos eran más peligrosos que los difuntos, porque estos últimos jamás presentaban batalla ni oponían la más mínima resistencia. Robar a un muerto era más fácil que quitarle el caramelo a un niño. Así pues, a diferencia de todo mortal, no temía lo que para muchos la muerte tiene de tétrico y pavoroso ni respetaba lo que para la mayoría la muerte representa de sagrado.
A derecha… ahora a izquierda… todo recto…  Y así, en una caótica trayectoria, por él  retenida en su memoria de predador, se encontró ante el panteón que contenía el nicho de la recién sepultada. Una mujer joven debería haber sido colocada en el féretro con sus mejores galas, con sus más caras joyas; al menos una sortija, una cadena… Debido a la juventud de la difunta no esperaba encontrar oro en su dentadura.
Cuando se encontraba alguna pieza de oro, la extraía con las tenacillas que portaba consigo en el bolsillo, herramienta que, junto con una ganzúa para  forzar la tapa del ataúd y un duro mazo de hierro para romper el mármol que tapaba la entrada al nicho, portaba en una bolsa. Buscando piezas dentarias de oro, a veces utilizaba la ganzúa para abrir las mandíbulas del cadáver porque el rigor mortis las mantenía fuertemente apretadas. Su decepción era muy grande cuando no hallaba el preciado metal, porque últimamente las dentaduras de oro eran muy escasas.
Volvió a mirar una última vez hacia atrás, pero no por temor a que lo vieran, sino por un mero acto reflejo del que sabe que va a cometer un acto ilegal. En su alma no había siquiera un ápice de arrepentimiento por lo sacrílego de su proceder.
Abrió la bolsa. El ruido de la cremallera, amplificado por la quietud reinante, se hizo más estridente de lo normal, por lo que se vio obligado a mirar nuevamente a su alrededor. Tomó el mazó, lo levantó sobre su cabeza y, cuando estaba a punto de asestar el primer golpe que haría añicos la lápida, escuchó un ruido que lo sobresaltó, no de miedo, sino por lo inesperado que resultaba en aquel instante y en aquel lugar. Era un ruido rítmico, como de pisadas arrastradas en un caminar pausado. El ruido aumentaba, se acercaba al lugar donde el profanador se encontraba. Haciendo un acopio de lógica, pensó que se trataría de algún animal, probablemente un perro  o un gato que se había introducido por algún agujero del muro que rodeaba el camposanto. De pronto, una vaga inquietud comenzó a invadirle. Bajó el mazo y, llevándolo contra su pecho, lo aferró con más fuerza en automática actitud defensiva.
Súbitamente, y de entre las sombras, surgió una horrenda figura. Una mujer casi desnuda, con el rostro ensangrentado, los cabellos lacios y empapados en un líquido espeso, la mirada desorbitada y la ropa hecha jirones. Por la esbeltez de su cuerpo parecía joven y la blancura de su piel destacaba por zonas sobre la sangre y la tierra que tenía adherida por todas partes. Un reguero de sangre caía por sus muslos. Se movía como un alma en pena y se dirigía hacia el profanador con los dos brazos dirigidos hacia él y emitiendo unos sonidos guturales que rompían el silencio de la noche de forma pavorosa.
Ante esa aparición que le señalaba, intentando arrojarse en sus brazos, enfrentado a ese ente de ultratumba salido de la imaginación más abyecta que parecía querer atacarle, el hombre gritó, y notó como en su mente algo se rompía. Un razonamiento invasor se introdujo en su cerebro y comenzó a consumirlo a velocidades vertiginosas. Todo su ser estaba poseído por la esencia del miedo, aunque él no sabría definir que era aquello que lo devoraba desde su interior. Y cuando aquel espectro se encontraba a dos pasos, en un instante de alarma desatada en un rincón de no se sabe qué lugar de su conciencia, asestó un golpe de mazo a aquel ser en la cabeza. Aquella cabeza explotó como explota una calabaza cuando se golpea con un objeto contundente. El ruido del cráneo reverberó como un eco maléfico, pero también silenció aquel lamento, entre llanto y chillido, que emitía aquella imagen fantasmal, lo que alivió por un instante al aterrorizado hombre que sin embargo recibía una lluvia de sangre y sesos.
Y aquel miedo cerval, aquel miedo que jamás había sentido, le impelió a correr sin mirar hacia atrás, a correr como un poseso, a correr huyendo de aquella ánima, de la personificación de todas sus debilidades, de toda su maldad, en definitiva… a escapar de sí mismo, creyendo que era víctima de una venganza por toda su perfidia. Mientras corría enloquecido, rezaba por primera vez en su vida con el fervor del más ardiente de los arrepentidos.
Una hora después, tras beber sin desmayo en un solitario callejón,  cayó en el sopor de una embriaguez que casi lo mata, mientras soñaba con tumbas, cadáveres y dientes de oro… en una especie de delirium tremens fúnebre.  Cuando despertó, creyendo haber tenido una horrible pesadilla, descubrió que sus ropas estaban manchadas de sangre, y trozos secos de una sustancia gelatinosa y blanquecina, como los gusanos que tantas veces había tenido que apartar de su camino para obtener su macabro botín, se adherían a su chaqueta y a sus pantalones como mudos testigos de la realidad de lo acontecido. Se estremeció y de nuevo le invadió el miedo, un miedo mitigado por la claridad del amanecer. Se levantó, y trastabillando, con las ropas hechas unos harapos, apestando a alcohol y a heces, comenzó a caminar sin rumbo ante la repulsión y el desdén de los transeúntes que trataban de esquivarlo.

En el periódico de la tarde de hoy, se pudo leer el siguiente titular y el ulterior desarrollo de la noticia:

Brutal crimen

Ayer, sobre las 23 horas, A.R y J.A,  vecinos y novios de esta localidad, se encontraban en su automóvil en las proximidades del cementerio local, cuando cuatro hombres encapuchados, les hicieron salir del vehículo a punta de pistola. El muchacho fue golpeado hasta que los delincuentes lo dieron por muerto, mientras que la mujer fue arrastrada al interior del recinto funerario. Esta mañana, mientras hacía su ronda, el guarda del cementerio, encontró el cadáver de la mujer. Del análisis forense se desprende que fue violada repetidas veces, torturada y golpeada posteriormente, probablemente un mazo que se encontró en el lugar que le destrozó la caja craneal, produciéndole la muerte de inmediato.
La policía está llevando a cabo las pesquisas para encontrar a los responsables, pero todavía no ha trascendido el fruto de sus investigaciones.

José M. Ramos González.  Febrero 2015