Las broncíneas campanas del carrillón
del ayuntamiento dieron las doce. Los goznes de la vieja puerta del cementerio
chirriaron, produciendo un efecto horrísono en las sombras de la noche. No se
oía otro ruido que el grito lastimero generado por el rozamiento del metal
oxidado con el granito milenario.
El portalón, gigante verja de hierro
fundido, tenía cuatro metros de alto, y la fuerza desplegada por el profanador
para entreabrirla era considerable, pero éste era un hombre fornido y resuelto.
Acostumbrado a violentar todo tipo de
obstáculos, abrir esa puerta era cuestión baladí; por suerte no tenía que
luchar contra un candado o una cerradura que pudiera haberse opuesto a sus malévolas
intenciones. Todavía joven, vivía de los robos que perpetraba aquí y allá, pero
sobre todo de los pingües beneficios obtenidos con el saqueo de tumbas, robando
todo aquello de valor que el finado se lleva consigo en su postrer viaje:
joyas, relojes, gemelos, pulseras, cadenas…etc.
El hombre, tan voluntarioso como
desalmado, carente del más mínimo escrúpulo, escoria social, delincuente
irredento, entró en el camposanto mirando a izquierda y derecha, como
escrutando en el silencio la presencia de cualquier elemento que pudiera
delatarle, pero ni los ojos ni el ulular de pesadilla de las lechuzas, ni
siquiera las copas de los cipreses meciéndose merced a un viento inexistente, se
manifestaban en la oscura noche. La naturaleza parecía tan muerta como los que
dormían su eterno sueño en las tumbas que se alineaban con precisión matemática
en un despliegue de sencillo diseño arquitectónico, cuyo único fin era
optimizar el espacio en tan pocas hectáreas de terreno.
Conocedor de los múltiples vericuetos y
senderos de esa necrópolis, de esa ciudadela sin vida con sus calles solitarias
y sus pequeños edificios, sus cenotafios, sepulcros y panteones, artísticos los
unos, prosaicos los otros, el profanador se dirigió sin dudar hacia su
objetivo: la tumba de una mujer que había sido enterrada esa misma mañana. Sabía
que era joven; había asistido a su inhumación para estudiar el terreno. Se
había quedado un tanto alejado de la comitiva porque no quería llamar la
atención. Toda precaución era poca, y pasó desapercibido entre algunos
visitantes que, a aquella hora, presentaban sus respetos y adecentaban las
últimas moradas de sus difuntos. Mientras tanto, el sepelio de la infortunada
muchacha se celebraba con manifestaciones de duelo y con gran incontinencia de
llantos. Una pareja de ancianos, con el semblante distorsionado por un rictus
de dolor, parecían ser los padres de la muerta. Un grupo de personas, con caras
serias y circunspectas, los rodeaban con ánimo protector y condescendiente. En algunos de esos tristes rostros ve veían
como las lágrimas rodaban por las pálidas mejillas y el movimiento de los pañuelos blancos,
destacando sobre el luto del conjunto, que se obstinaban en secarlas.
Él apuntó mentalmente la ubicación del
nicho donde habían introducido el ataúd de cedro, cuyo brillo, debido a la capa
de barniz que lo cubría, quedó apagado de inmediato en la oscuridad de la
hendidura donde permanecería para siempre, salvo que él lo impidiera. Y esa
noche, era precisamente lo que él iba a hacer bajo el cielo que, cual sudario
negro, no permitía pasar ni el más mínimo resplandor de las estrellas eclipsadas
por las estáticas nubes que permanecían en lo alto como mudos testigos de lo
que iba a suceder. Las estatuas marmóreas de los ángeles que coronaban los
sepulcros, en mirada lánguida dirigida al cielo, se aferraban a las cruces para
no levantar un vuelo que los liberase de custodiar una tumba terrena. Formaban
un ejército alado y pétreo, indiferentes a la presencia de aquel mortal que caminaba
ajeno a ellos y que todavía no había ido a engrosar las legiones de demonios que
eternamente combatían.
Cuando le asaltaba algún prurito de
miedo atávico a los muertos, no lograba comprender esa debilidad de su
inconsciente y trataba de racionalizarlo.
Siempre se decía a sí mismo que los vivos eran más peligrosos que los difuntos,
porque estos últimos jamás presentaban batalla ni oponían la más mínima
resistencia. Robar a un muerto era más fácil que quitarle el caramelo a un
niño. Así pues, a diferencia de todo mortal, no temía lo que para muchos la muerte
tiene de tétrico y pavoroso ni respetaba lo que para la mayoría la muerte
representa de sagrado.
A derecha… ahora a izquierda… todo
recto… Y así, en una caótica trayectoria,
por él retenida en su memoria de
predador, se encontró ante el panteón que contenía el nicho de la recién sepultada.
Una mujer joven debería haber sido colocada en el féretro con sus mejores
galas, con sus más caras joyas; al menos una sortija, una cadena… Debido a la
juventud de la difunta no esperaba encontrar oro en su dentadura.
Cuando se encontraba alguna pieza de
oro, la extraía con las tenacillas que portaba consigo en el bolsillo, herramienta
que, junto con una ganzúa para forzar la
tapa del ataúd y un duro mazo de hierro para romper el mármol que tapaba la
entrada al nicho, portaba en una bolsa. Buscando piezas dentarias de oro, a
veces utilizaba la ganzúa para abrir las mandíbulas del cadáver porque el rigor mortis las mantenía fuertemente
apretadas. Su decepción era muy grande cuando no hallaba el preciado metal, porque
últimamente las dentaduras de oro eran muy escasas.
Volvió a mirar una última vez hacia
atrás, pero no por temor a que lo vieran, sino por un mero acto reflejo del que
sabe que va a cometer un acto ilegal. En su alma no había siquiera un ápice de
arrepentimiento por lo sacrílego de su proceder.
Abrió la bolsa. El ruido de la
cremallera, amplificado por la quietud reinante, se hizo más estridente de lo
normal, por lo que se vio obligado a mirar nuevamente a su alrededor. Tomó el
mazó, lo levantó sobre su cabeza y, cuando estaba a punto de asestar el primer
golpe que haría añicos la lápida, escuchó un ruido que lo sobresaltó, no de
miedo, sino por lo inesperado que resultaba en aquel instante y en aquel lugar.
Era un ruido rítmico, como de pisadas arrastradas en un caminar pausado. El
ruido aumentaba, se acercaba al lugar donde el profanador se encontraba.
Haciendo un acopio de lógica, pensó que se trataría de algún animal,
probablemente un perro o un gato que se
había introducido por algún agujero del muro que rodeaba el camposanto. De
pronto, una vaga inquietud comenzó a invadirle. Bajó el mazo y, llevándolo
contra su pecho, lo aferró con más fuerza en automática actitud defensiva.
Súbitamente, y de entre las sombras, surgió
una horrenda figura. Una mujer casi desnuda, con el rostro ensangrentado, los
cabellos lacios y empapados en un líquido espeso, la mirada desorbitada y la
ropa hecha jirones. Por la esbeltez de su cuerpo parecía joven y la blancura de
su piel destacaba por zonas sobre la sangre y la tierra que tenía adherida por
todas partes. Un reguero de sangre caía por sus muslos. Se movía como un alma
en pena y se dirigía hacia el profanador con los dos brazos dirigidos hacia él
y emitiendo unos sonidos guturales que rompían el silencio de la noche de forma
pavorosa.
Ante esa aparición que le señalaba,
intentando arrojarse en sus brazos, enfrentado a ese ente de ultratumba salido
de la imaginación más abyecta que parecía querer atacarle, el hombre gritó, y
notó como en su mente algo se rompía. Un razonamiento invasor se introdujo en
su cerebro y comenzó a consumirlo a velocidades vertiginosas. Todo su ser
estaba poseído por la esencia del miedo, aunque él no sabría definir que era
aquello que lo devoraba desde su interior. Y cuando aquel espectro se
encontraba a dos pasos, en un instante de alarma desatada en un rincón de no se
sabe qué lugar de su conciencia, asestó un golpe de mazo a aquel ser en la
cabeza. Aquella cabeza explotó como explota una calabaza cuando se golpea con
un objeto contundente. El ruido del cráneo reverberó como un eco maléfico, pero
también silenció aquel lamento, entre llanto y chillido, que emitía aquella
imagen fantasmal, lo que alivió por un instante al aterrorizado hombre que sin
embargo recibía una lluvia de sangre y sesos.
Y aquel miedo cerval, aquel miedo que
jamás había sentido, le impelió a correr sin mirar hacia atrás, a correr como
un poseso, a correr huyendo de aquella ánima, de la personificación de todas
sus debilidades, de toda su maldad, en definitiva… a escapar de sí mismo,
creyendo que era víctima de una venganza por toda su perfidia. Mientras corría
enloquecido, rezaba por primera vez en su vida con el fervor del más ardiente
de los arrepentidos.
Una hora después, tras beber sin desmayo
en un solitario callejón, cayó en el
sopor de una embriaguez que casi lo mata, mientras soñaba con tumbas, cadáveres
y dientes de oro… en una especie de delirium
tremens fúnebre. Cuando despertó,
creyendo haber tenido una horrible pesadilla, descubrió que sus ropas estaban
manchadas de sangre, y trozos secos de una sustancia gelatinosa y blanquecina,
como los gusanos que tantas veces había tenido que apartar de su camino para
obtener su macabro botín, se adherían a su chaqueta y a sus pantalones como
mudos testigos de la realidad de lo acontecido. Se estremeció y de nuevo le
invadió el miedo, un miedo mitigado por la claridad del amanecer. Se levantó, y
trastabillando, con las ropas hechas unos harapos, apestando a alcohol y a
heces, comenzó a caminar sin rumbo ante la repulsión y el desdén de los
transeúntes que trataban de esquivarlo.
En el periódico de la tarde de hoy, se
pudo leer el siguiente titular y el ulterior desarrollo de la noticia:
Brutal crimen
Ayer,
sobre las 23 horas, A.R y J.A, vecinos y
novios de esta localidad, se encontraban en su automóvil en las proximidades
del cementerio local, cuando cuatro hombres encapuchados, les hicieron salir
del vehículo a punta de pistola. El muchacho fue golpeado hasta que los
delincuentes lo dieron por muerto, mientras que la mujer fue arrastrada al
interior del recinto funerario. Esta mañana, mientras hacía su ronda, el guarda
del cementerio, encontró el cadáver de la mujer. Del análisis forense se
desprende que fue violada repetidas veces, torturada y golpeada posteriormente,
probablemente un mazo que se encontró en el lugar que le destrozó la caja
craneal, produciéndole la muerte de inmediato.
La
policía está llevando a cabo las pesquisas para encontrar a los responsables,
pero todavía no ha trascendido el fruto de sus investigaciones.
José M. Ramos González. Febrero 2015