domingo, 30 de octubre de 2011

Tourguéniev y Maupassant. Moumou y Cocotte

Cuando Maupassant todavía era un adolescente que no soñaba con llegar a alcanzar la celebridad que tendría años después, Tourguéniev ya era un reputado escritor ruso. Pertenecía al elenco de los grandes genios eslavos de estilo realista, nacidos en vísperas de la Revolución bolchevique, cuya semilla ya estaba siendo plantada debido al descontento de un campesinado que vivía bajo un régimen feudal completamente obsoleto en la Europa occidental, desde donde se juzgaban las costumbres rusas y el trato tan cruel e inhumando que los nobles daban a sus campesinos, como algo propio de la Edad Media. En ese estado de cosas y en un país enorme, las tierras  solo pertenecían a unos pocos, pero eran trabajadas en régimen de esclavitud por los siervos. Algunos jóvenes que si bien procedían de familias de propietarios y cuyo poder les permitía estudiar en las Universidades más reputadas de Europa, se rebelan ante tal situación. Debido a su poder de observación y a su talento para la descripción, pintan la cruda realidad de su patria y, tal vez sin pretenderlo, denuncian las injusticias ante una sociedad más civilizada, en el que la esclavitud ya se había abolido hacía mucho tiempo. La Europa occidental era considerada el faro espiritual y cultural del mundo. Muchos rusos, dirigían sus anhelantes miradas hacia una sociedad y una cultura que poseía mayores atractivos desde el punto de vista social, cultural y sobre todo que resultaba más justa. Sociedad en la que, en plena Revolución contra el dominio opresor de una monarquía absoluta y una aristocracia ociosa que vivía del sudor y la miseria del pueblo, se habían invocado las tres palabras precursoras de los derechos humanos: Liberté, égalité, fraternité
Ivan Tourguéniev 1835-1883
Tal era la situación en Rusia, que en el terreno cultural existían dos tendencias ideológicas completamente antagónicas: los eslavistas y los occidentalistas. Los primeros postulaban la superioridad de la cultura rusa sobre el resto del mundo, considerando decadente la sociedad occidental, mientras que para los segundos, el occidente era el ejemplo a seguir y por tanto había que erradicar las viejas costumbres feudales y el régimen autocrático del zar que sometía al pueblo sumiéndolo en una total miseria, rebajando al campesino prácticamente al rango de un animal doméstico. Los señores hacían y deshacían a su antojo con las vidas de sus siervos. Los casaban, los vendían, los exiliaban a la menor falta cometida. En fin, un sistema que, después de la Revolución Francesa y la ola que provocó en los países de su entorno, amenazaba con ser abolido más tarde o más temprano por su evidente irracionalidad e injusticia. Un sistema que se estaba desmoronando por su propia naturaleza.
Tourguéniev procedía de una familia de propietarios. Su madre era una barina, cruel y caprichosa, irritable al menor incidente, que crió a sus dos hijos Ivan y Nicolás, bajo un velo de terror que los marcaría toda la vida y dejaría una impronta característica en el carácter posterior del escritor, haciéndole casi insensible al amor y reduciéndole a un ser débil y de voluntad frágil. Cuando tuvo edad suficiente para emanciparse de la tiranía materna, Iván optó por alternar su vida entre París y San Petersburgo, con esporádicas visitas a su pueblo natal Spasskoïe, donde su madre residía infundiendo terror a sus pobres siervos. En Paris, Tourguéniev conoció a Pauline Viardot, una cantante de ópera de la que se dice que fue el amor de su vida, pero debido a que era una mujer casada y fiel, parece ser que esta amor estuvo siempre sometido a un sentimiento profundamente amistoso, por parte de ella, del que Tourguéniev nunca estuvo satisfecho.
Tras haber escrito sus Memorias de un cazador, donde denunciaba (insisto, quizá inconscientemente) la miseria del campesinado ruso, se hizo célebre por su crudo realismo y sus excepcionales dotes de observación. Esto le abrió las puertas en los cenáculos literarias de occidente y se las cerró en su propio país, siendo encarcelado durante un mes por orden del zar, a raíz de una necrológica sobre Léon Tolstoi que la censura juzgó subversiva.
Durante los días que permaneció en prisión, en unas condiciones bastante ventajosas para su confort, si lo comparamos con las crudas condiciones de las prisiones al uso y según se desprende de lo que comentan sus biógrafos, escribió un cuento titulado Moumou.
Este cuento narra las vicisitudes de un siervo sordomudo, con un alma  tierna y una sensibilidad completamente discorde con su aspecto de gigante monstruoso y temido por todos los demás miembros de la casa señorial en la que trabaja de portero. Gérassime, que así se llama el protagonista del relato, realiza a la perfección sus tareas y su vida transcurre entre su pequeño cuartucho y sus faenas diarias. Un día comienza a cortejar a una joven lavandera de la casa, enamorándose de ella, pero la barina, anciana dama tirana, la entrega en matrimonio a otro. Esto es el primer golpe que el pobre hombre recibe en su alma, resignándose a perder a la mujer amada sin más protesta que una noche de lamentos a solas en su cuarto. Pero se recupera de esta pérdida con la adopción de una pequeña perra a la que salva de morir ahogada en el cieno del río. La toma consigo y la cuida de tal modo que la perra no tiene ojos más que para su salvador. Entre el hombretón y el animal se establece un vínculo que va más allá de cualquier otra relación porque solamente se tienen el uno al otro. Pero la desgracia vuelve a recaer una vez más en el pobre sirviente. Cierto día, la caprichosa barina, excéntrica, irritable y voluble (según dicen algunos críticos, Tourguéniev había tomado a su madre como modelo) ve como su intranquilo sueño es turbado por los ladridos de Moumou, que así se llama la perra. A causa de ello, ordena que se desprendan del animal. El pobre sirviente, tomando una decisión valiente decide sacrificarla con todo el dolor que ello le supone. La lleva al río, le ata un par de ladrillos a su cuello y la arroja a las frías aguas del Moskova, donde el animal se ahoga. Después de esto huye de la mansión para recluirse en su aldea de nacimiento y pasar allí sus últimos años sin acercarse a las mujeres y no soportando la cercanía de los perros.
Este es en síntesis el argumento de Moumou. La historia de un hombre simple, con una tara que lo obliga a ser asocial y que solo colma sus necesidades espirituales con el amor de una mujer que no es correspondido y se le arrebata al único ser que lo ha querido de verdad: a su perra Moumou.
Como siempre, vuelve a surgir el drama fuertemente vinculado con la literatura realista del siglo XIX, donde las miserias del alma humana son el leitmotiv que alienta a los novelistas a producir esas obras tan conmovedoras y en ocasiones rayando la truculencia.
Moumou se escribió en el año 1852. Maupassant todavía tenía dos años. Pero ambos escritores llegarían a conocerse en la casa que Flaubert tenía en la rue Murillo de París, donde recibía a un grupo de escritores de la talla de Zola, Goncourt y Daudet entre otros. ¿Qué hacía un muchacho entre tantos personajes de letras de reconocido prestigio? Maupassant era hijo de Laure Le Poittevin, amiga íntima de la infancia de Gustave Flaubert, a la sazón hermana del mejor amigo del autor de Madame Bovary, Alfred Le Poittevin, que habia muerto muy joven y al que Flaubert habia llorado desconsoladamente. Al solitario de Croisset, como llamaban a Flaubert, aquel muchacho le recordaba mucho a su amigo fallecido, y tomó un gran cariño a ese jovencito un tanto díscolo y lúbrico que tenía ambiciones de poeta. Era invitado todos los domingos a almorzar en casa del maestro y allí participaba en silencio en las tertulias de todos aquellos hombres a los que admiraba. Pronto se convertiría en uno de ellos. Y fue precisamente Tourguéniev uno de los que más afecto prodigó al joven Maupassant, llegando más tarde a traducir al ruso muchos de sus cuentos. La amistad fue recíproca y Maupassant dedicó a Tourguéniev su célebre cuento La Maison Tellier, que tal vez sea, después de Boule de Suif, uno de los mejores relatos del autor normando.
Esta influencia del centro izquierda literario de los Tourguéniev, Zola, Flaubert, Daudet, etc. es muy poderosa en el joven Maupassant y su prosa, aunque original y sobria, bebió de estos autores con los que mantuvo excelentes relaciones personales.
Pero cuando hablamos de influencia, surge en ocasiones la inevitable denuncia: ¡¡plagio!! ¿Dónde acaba la influencia y comienza el plagio? La frontera no es fácil de establecer, es una delgada línea en la que muchos escritores se han columpiado en la historia de la literatura y Maupassant no fue una excepción.
Guy de Maupassant 


Aunque Maupassant es un escritor más plagiado que plagiario, la originalidad de su obra permite poco análisis en lo que se refiere a posibles apropiaciones de temas o argumentos extraídos de otros autores. Es más, sería injusto acusarlo de plagio cuando él mismo ha sido uno de los escritores más plagiados de la literatura Universal. Desde D’Annunzio hasta Valle Inclán, la obra de Maupassant está presente en multitud de obras de otros autores que han sido objeto de una excelente acogida por parte de los lectores de todo el mundo.
No obstante, y dicho lo anterior, creemos haber encontrado un cuento de Maupassant donde está presente el relato de Tourguéniev, Moumou. Por otra parte nada tendría de relevante que así fuese, toda vez que Maupassant, en calidad de su condición de amigo personal del escritor ruso, conocía sobradamente todas sus obras.
El relato en cuestión es el titulado Histoire d’un chien. Fue escrito en 1881 y publicado en Le Gaulois, el 2 de junio del mismo año, con motivo de dar publicidad a la inauguración de un edificio de la Sociedad Protectora de Animales. ¿Y qué mejor relato que la historia de una perra abandonada, recogida y debiendo ser sacrificada por las órdenes del amo del caritativo salvador, que tiempo atrás había escritor Tourgueniev en un cuento titulado Moumou?
Así prologa Maupassant su relato:

La prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora de animales para colaborar en la construcción de un establecimiento para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del nudo corredizo que la administración les tiene reservado.
Los periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad.
Es mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro perdido, de un perro vulgar, sin pedigree.

Nuestra pregunta es si Maupassant se sirvió del cuento de Tourguéniev para escribir su Histoire d’un chien. Sería mucha casualidad que no fuese de ese modo, teniendo en cuenta varios factores entre los cuales se encontraba, como ya hemos dicho, el profundo conocimiento que Maupassant tenía de la obra se su amigo Tourguéniev. Si bien ambos cuentos se diferencian en algunas características de estilo y en pocos matices argumentales, si los diseccionamos y nos quedamos con su estructura, tenemos más que un parecido notable:
El argumento de ambos es simple:
Un campesino se apiada de un perro en un estado lamentable y casi al borde de la muerte, de tal modo que si lo abandonase a su suerte, el animal acabaría sucumbiendo ante las adversidades a las que se encontraba sometido. Es recogido por esa alma bruta en su condición de rústico campesino, pero de gran corazón y con una sensibilidad impropia del resto de los personajes que pululan por la obra. Ambos sirven a un propietario rico del cual dependen. Durante un tiempo el animal permanece a su lado y la relación entre el hombre y el can va estrechándose hasta convertirse en un amor indisoluble y recíproco que colma las necesidades espirituales de los hombres y la seguridad y protección que el instinto procura al animal. Por último un incidente obliga al hombre a deshacerse del animal, que es algo más que una mascota para él… tal es la dependencia que tiene del amo y en consecuencia no quedándole más remedio que someterse a su voluntad. La decisión es dolorosa pero no queda otra alternativa que ejecutarla. El pobre hombre se dirige al río llevando consigo a la confiada y dócil perra, donde en una escena de un dolor inenarrable, y ante la mirada amorosa del animal, lo arroja a las frías aguas atando a su cuello un peso para evitarle una mayor agonía mientras se ahoga. Pese a su desgarrador dolor, es él mismo quien desea sacrificar personalmente al animalito para evitarle innecesarios sufrimientos.
Moumou es un relato de unas 10.400 palabras, mucho más largo que Histoire d’un chien, que se desarrolla en tan solo 1.400. De hecho en Moumou existe una historia previa a la del perro que es la de un amor del protagonista, Gérassime, por una lavandera al que, también por voluntad de su ama, debe renunciar, siendo finalmente el perro el que venga a suplir en su alma esa carencia afectiva con su entorno y sus semejantes, para volcar toda su necesidad de cariño que todo ser humano tiene, en la perra Moumou, nombre que da título al cuento. La presencia del amor hombre-mujer, que no se produce en Maupassant, que por añadidura no era demasiado proclive a las escenas galantes en sus cuentos de campesinos, constituye la primera parte del relato de Tourgueniev, resultando una historia más banal, porque lo que realmente imprime carácter cuento es la historia del perro. Por otra parte el cuento de Maupassant es escrito para ser publicado en un periódico con un fin publicitario concreto, por lo que tanto una extensión considerable, como la presencia en el argumento de una historia de corte romántico sin duda resultarían completamente innecesarios.
Tourguéniev se recrea en la vida del siervo ruso, sometido a los vaivenes de la voluntad y los caprichos de su propietario, su sometimiento, docilidad y abnegación hacia el señor, hacia el ser superior, poniendo de manifiesto la diferencia extrema y radical de clases que se daban en la Rusia feudal del siglo XIX. Maupassant no incide en esta diferencia al desarrollarse el cuento en Francia. Si bien las clases sociales también estaban diferenciadas, el campesinado francés, aunque un tanto embrutecido y con un alto grado de analfabetismo, gozaba de unas libertades conseguidas hacía más de un siglo donde esas diferencias se irían estrechando estableciéndose un puente entre ellas, como sería el fortalecimiento de una burguesía de clase media que nunca llegaría a existir en Rusia.
El final, aun siendo el mismo, es decir el sacrificio del animal por el dueño al que profesa una devoción basada en un sentimiento instintivo de gratitud hacia su salvador, tiene unas consecuencias diferentes para el protagonista. Tourguéniev hace que su protagonista abandone la casa donde ha sido tan infeliz y aún a riesgo de ser capturado, pues recordemos que la servidumbre en Rusia era castigada en caso de huida. Se aleja de la caprichosa barina culpable de todas sus desgracias, para acabar en una aldea. El golpe anímico y psicológico que recibe, provoca en él, hasta el final de sus días, el rechazo a las mujeres y el contacto con cualquier perro. Los otros campesinos se preguntan: ¿Para qué quiere una mujer un sordomudo? ¿Qué iba a hacer con un perro? Negando de ese modo a un sordomudo los sentimientos de amor y bondad que presiden el alma de muchos seres humanos, con independencia de sus trabas físicas.
El desenlace del cuento de Maupassant  es mucho más truculento e impactante. Tras haber ahogado a Cocotte, que así se llama la perra del cochero François, su dueño se ve afectado de tal modo que cae enfermo. Transcurridos unos meses y encontrándose ya recuperado en la residencia veraniega de su señor, un día se bañaba en el río cuando a lo lejos vio una carroña flotando en las aguas. Al acercarse a los restos, pudo observar que se trataba de de un perro, reconociendo el collar de Cocotte alrededor del cuello de aquel animal en completo estado de putrefacción. Cocotte había recorrido muchos kilómetros hasta volver a encontrarse con su dueño. Fue tal la impresión producida en el hombre esa visión de su amada Cocotte en ese estado, que repentinamente se volvió medio loco, no soportando, a partir de aquel momento, contacto alguno con los perros.
Por lo demás, estructura e historia son plenamente idénticos, por lo que es más que probable que Maupassant hubiese recordado el cuento de Tourguéniev para escribir el suyo.
Si profundizamos algo más podemos encontrar frases que nos revelan una similitud entre ambos cuentos que no puede derivarse de una mera casualidad. Veamos una pequeña muestra:
Así comienza Histoire d’un chien:

En los suburbios de París, a las orillas del Sena, vivía una familia de ricos burgueses. Poseían una elegante mansión con un gran jardín, caballos, carruajes y muchos criados.

Este es el primer párrafo de Moumou:

En las afueras de Moscú, en una casa gris engalanada con columnatas blancas y una gran terraza, vivía hace tiempo una viuda de alto linaje, una barina, servida por una numerosa legión de sirvientes

Así define Maupassant a Cocotte, cuando es encontrada por François:

Se trataba de una perra de una terrible delgadez, con unas enormes ubres colgantes. Trotaba detrás del hombre en un estado lamentable; la cola apretada entre las piernas y las orejas pegadas contra la cabeza.

Tourguéniev describe a Moumou cuando es salvada por el sordomudo Gérassime:

Era una perra que no tenía más de tres semanas, cuyos ojos apenas se abrían, y que estaba tan debilitada que ni siquiera tenía fuerzas para hacer el movimiento de lamer la bebida colocada frente a ella.

Este es el momento en que François es instado por su amo a que la perra desaparezca:

Pero el amo […] dijo gravemente y encolerizado: “Si usted no se deshace de este animal antes de mañana, lo despido de inmediato…¿está claro?”

La barina rusa solicita la inmediata salida de Moumou de la casa:

Tras un minuto de silencio, la barina añadió: «¡Quiero que ese perro desaparezca hoy mismo! ¿Está claro?»

Esta es la escena en la que François arroja al Sena a Cocotte:

Entonces ató un extremo de la cuerda al cuello del animal y, recogiendo una gran piedra, la unió al otro extremo. Tras esto tomó la perra en sus brazos y la besaba furiosamente, como si se tratase de una persona de la que uno se despide. La sostuvo apretada contra su pecho, y la perra le lamía con satisfacción. Diez veces intentó arrojarla, pero le faltaron fuerzas. Pero en un intento, con decisión repentina, hizo acopia de toda su fuerza y la lanzó lo más lejos posible.

Gérassime hace otro tanto con Moumou en el río Moskova:

[…] anudó con fuerza con una cuerda los dos ladrillos que había llevado, los enlazo a continuación al cuello de su perra, la tomó entre sus brazos, la contempló todavía una vez más. Ella la miraba con confianza, agitando suavemente la cola. El giró la cabeza, cerro los ojos y abrió las manos…

François acaba vagando por los campos enloquecido y…:

Nunca volvió a atreverse a tocar un perro.

Gérassime huye de la barina y pasa sus últimos días en su aldea natal, sin olvidar jamás el trauma que le produjo su drama personal:

Después de su estancia en Moscú, no mira a ninguna mujer y no puede soportar a ningún perro cerca de él

Dos años después, en 1883, y bajo el seudónimo de Maufrigneuse, Maupassant escribe una nueva versión de Histoire d’un chien, bajo el título de Mademoiselle Cocotte, que se publicó el 20 de marzo en el Gil Blas. Este nuevo cuento no es otra cosa que Histoire d’un chien ligeramente remozado, pero conservando argumento y estructura en su totalidad, incluso el nombre de los protagonistas. 1883 fue el año de la muerte de Tourguéniev. ¿Fue un homenaje al maestro desaparecido? No hemos encontrado mención alguna al respecto.
¿Plagio? No. ¿Oportunismo? Sí. Maupassant aprovechaba cualquier situación y circunstancia para poder cumplir con sus compromisos editoriales y muchos de sus cuentos suelen ser versiones de otros relatos previamente escritos por él años atrás, o extraídos de algún capitulo de sus novelas y viceversa. No es pues de extrañar que a petición de la Sociedad Protectora de Animales, hubiese traído a colación aquel cuento de su querido amigo e hiciese su particular versión del mismo, para acabar escribiendo como epílogo:

Si el proyecto de la Asociación protectora de animales tiene éxito, al menos disminuiremos la presencia de estos cadáveres con cuatro patas arrojadas a los cauces de los ríos.

Esas loables intenciones lo redimen.
El relato de Maupassant es de una prosa más rica y sobria que la de Tourguéniev. El escritor francés se centra de forma exclusiva en las relaciones entre el animal y el cochero François. Incidiendo también en los problemas que el animal genera y que provocan las iras del amo y la terrible orden que obliga a su empleado a desprenderse del animal. La perra, siempre en celo, atrae a un sinnúmero de perros vagabundos que ocasionan estropicios en la finca, haciéndose la situación lamentable. Su brevedad lo hace más denso en descripciones y sucesos; nada sorprendente, por otra parte, ya que era la mayor virtud del excelente cuentista francés.
Tourguéniev, pese a la longitud de su narración, desarrolla la relación entre la perra Moumou y el portero del palacio, el sordomudo Gérassime, en menos de la mitad del texto, ya que como comentamos anteriormente descrube una historia previa de amor entre Gérassime y Tatiana, la lavandera. Por otra parte Tourguéniev hace más hincapié en las relaciones de los criados con su ama, la cruel barina, así como del sometimiento de estos a la anciana y excéntrica dama. De hecho Tourgéniev se encuentra entre los literatos rusos que formaban parte del movimiento occidentalista que denunciaba los abusos del régimen imperante en la sociedad rusa del siglo XIX.
Dos escritores que han fascinado y nos siguen fascinando: Tourguéniev y Maupassant.

José Manuel Ramos González
Pontevedra, 30 de octubre de 2011

martes, 2 de agosto de 2011

Pontevedra decimonónica. Caciques y cultura


La ciudad de Pontevedra todavía conserva hoy las huellas de su glorioso pasado. Sus calles intramuros, son muestra del señorío que engalanó la ciudad a finales del siglo XIX. Sus pequeñas y coquetas plazas, cuyo perímetro lo delimitan soportales o edificios blasonados, de solido granito de las canteras locales, todavía conservan en sus fachadas los escudos heráldicos de las familias hidalgas que fueron núcleo a partir del cual se fue concretando la ciudad tal y como hoy la conocemos. Sus angostas calles nos hacen retrotraernos a épocas pretéritas en las que por su pavimento empedrado pisaban con gallardía nuestros antepasados que se dirigían a las tertulias literarias o a las sociedades culturales que se prodigaban para lustre de la ciudad, tales como el Casino, el liceo Gimnasio, la Sociedad Arqueológica, etc.
Los paseos por la Alameda, donde la burguesía, la aristocracia y el pueblo llano, disfrutaban de los conciertos de la banda del Hospicio, constituían un buen pretexto para las relaciones sociales, pese a que cada sector disponía de su zona sin mezclarse. Esos paseos eran la prueba más palpable de una sociedad estratificada y clasista pero que al convivir en una ciudad pequeña, y al conocerse unos y otros, respetaban y asumían esas diferencias de rango que el destino, las rentas y el apellido les habían conferido, no desviándose nunca del rol que tenían asignado.
Si bien esta diferencia de clases hoy podemos juzgarla como una reminiscencia del pasado, iba a tener un aspecto positivo dentro del contexto histórico en el que se manifestó.
Las razones que determinaban estas diferencias sociales tan sólidamente instaladas en nuestra ciudad, se manifestaban fundamentalmente en dos ámbitos, el cultural y el económico, aunque en la mayoría de las ocasiones ambos estaban íntimamente relacionados. Dos sectores destacaban por encima de los demás: los rentistas, terratenientes, propietarios de grandes extensiones que le proporcionaban pingües beneficios y que comerciaban en régimen de monopolio sin que nadie pudiese interferir en sus transacciones, y por otro lado aquellos que poseían una cultura adquirida gracias a cierto desahogo económico familiar que les permitía estudiar en la Universidad y seguir manteniendo indemnes esas inquietudes intelectuales tan ajenas al pueblo llano que en un elevado porcentaje estaba sumido en un lamentable analfabetismo.
Dentro de los primeros, el caso más paradigmático que nos podemos encontrar es el de José Riestra, que ostentaba el título de marqués. Era célebre su palacio de La Caeira, donde recibía a sus amigos y despachaba sus negocios. El marqués de Riestra tenía el monopolio del comercio del material de construcción, madera y cerámica. Su título nobiliario le confería también un prurito social que lo elevaba por encima del resto de sus convecinos, por lo que era respetado y se le rendía la pleitesía que su rango merecía. Él, para mantener su estatus y marcar su territorio sin que quedase ninguna duda de su categoría personal, hacía obras de caridad y se manifestaba públicamente como un altruista para con los menos favorecidos por la suerte. Esta actitud era muy propia de la aristocracia de la época para no aislarse socialmente, pues constituía un modo de seguir conservando incólume el respeto que les prodigaban los demás.
El aspecto económico, llevaba ineludiblemente asociado una inmersión en la política donde intereses comerciales debían ser discutidos y negociados en los foros del Estado y promulgar las leyes más convenientes a los mismos. De este modo, estos personajes eran llamados a formar parte de la élite política local o estatal y su privilegiada posición entre sus vecinos se veía reforzada por esta actividad que permitía controlar y regir sus vidas desde el púlpito político.
Los caciques, que formaban un entramado tupido que no permitía la injerencia ni la intrusión de cualquier movimiento político que no fuese el liberal y el conservador en los que militaban estos prebostes, mantuvo España y en particular Galicia y las regiones menos favorecidas, sometidas a un servilismo hacia los que manejaban los hilos y entresijos de la política local, extrapolada a la corte madrileña. Cualquier otro movimiento liderado por la voluntad popular como pudiese ser el sindicalismo, el socialismo o el anarquismo, no tenía ninguna posibilidad de introducirse entre esa sólida red impermeable mediante la transmisión del poder por la ley de la genética. De este modo, el nepotismo garantizaba la continuidad del sistema.
Junto con el Marqués de Riestra, Eugenio Montero Ríos, fue otro de los representantes más destacado de este régimen. Adscrito al partido liberal, ejerció cargos de mucha relevancia dentro del gobierno de España, desde Presidente del Tribunal Supremo en 1880, hasta ministro de fomento con posterioridad. Fue uno de los miembros de la Comisión que negoció el armisticio con los Estados Unidos con motivo de la guerra de Cuba y que supuso para España, la pérdida de Cuba y las islas Filipinas, en 1898, el llamado año del desastre.
Montero Ríos alternaba su residencia entre Madrid, a donde tenía que acudir por razones de Estado, y su finca de Lourizán, a dos kilómetros de Pontevedra, donde había construido un suntuoso palacio, hoy todavía en pie. Tal era su poder que incluso llegó a llevarse la línea telefónica hasta su finca para que el político pudiese estar en permanente contacto con su despacho en Madrid y mantenerse informado en tiempo real de los avatares acontecidos en la capital.
El nepotismo de Montero Ríos fue evidente, logrando situar a su yerno y a su hijo en puestos de relevancia que permitían conservar sin ningún atisbo de amenaza, sus influencias en toda Galicia y mantener en la provincia al partido liberal en la cumbre. Su instrumento de divulgación popular era el Diario de Pontevedra, que competía con el conservador La Correspondencia Gallega. Ambos periódicos constituían los altavoces de la ciudad y llegaron a mantener duros enfrentamientos derivados de sus encontradas ideologías, si bien las formas eran mantenidas en un sentido de camaradería entre colegas y algún rasgo de corporativismo. En el fondo podría decirse, utilizando un eufemismo, que se “odiaban cordialmente”. El primero estaba dirigido por Andrés Landín, padre del que sería también redactor del periódico y cronista de la ciudad, Prudencio Landín. La Correspondencia Gallega era propiedad de José Millán, que a la sazón era su director e impresor. Ambos ostentaban el monopolio informativo y por ende eran los adalides de la cultura que en las columnas de su periódico se prodigaba entre las informaciones de actualidad internacional, estatal y local.
Entre las muchas polémicas que llegaron a enfrentar a ambos medios, destacamos la surgida con motivo de la construcción del Hospital Provincial. El Diario de Pontevedra se hizo eco de unas manifestaciones del teniente de alcalde D. Pedro Martínez Casal que, en un pleno consistorial, denunció las deficiencias de construcción del edificio y las irregularidades en el empleo de materiales, acusando implícitamente la labor del contratista de la obra Andrés Corbal, cuyo hermano, Benito, era concejal del ayuntamiento. Esta acusación provocó la rápida respuesta de La Correspondencia Gallega defendiendo los intereses de los Corbal y su probidad, llegando incluso a acusar de chantaje al Diario de Pontevedra. Esta virulenta polémica está documentada en las hemerotecas y en el libro del Dr. Antonio Días Lema, Historia del Hospital Provincial, editado hace pocos años por la Diputación Provincial.
José Millán, cuyo periódico ya mantenía una tendencia claramente conservadora, ya había tenido problemas hacía años cuando era director del periódico Crónica de Pontevedra, publicando una serie de artículos contra Montero Ríos. El Crónica de Pontevedra desaprobaba la actuación de Montero Rios, entonces Presidente del Tribunal Supremo, en el famoso crimen de la calle de Fuencarral acontecido en 1880, cuya publicidad mediática provocó la dimisión de Montero. La Correspondencia Gallega vaticinaba la defenestración política de Montero Rios a raíz del caso, pero se equivocaría en sus pronósticos porque la carrera de este salió más que fortalecida y siguió ocupando cargos de gran responsabilidad durante muchos años más y en una época de auténtica convulsión política.
En definitiva, estos hombres tenían bajo su yugo a una numerosa población rural que vivía extramuros en las parroquias limítrofes, como Lérez, Marcón, Mourente, Salcedo… dedicada a las labores del campo, y a un gremio marinero, que ocupaba la práctica totalidad del barrio de la Moureira, y que en ocasiones se veían gratificados con alguna dádiva que los prohombres les concedían desde su peana de poder. Esta diferencia era respetada y no existían fricciones. La carencia de movimientos de rebelión por parte del pueblo contra los que imponían su voluntad, se debía sobre todo al principio de autoridad que estos últimos solían esgrimir y dejaban entrever con sus influencias en el Madrid de la corte primero y la República después, donde su poder comenzaría a ser debilitado por la aparición de movimiento populares que serían preludio de una debilitación de este régimen tan personalizado, pero que no desaparecería por completo.
El régimen caciquil por sus procedimientos, era como una prolongación atenuada del régimen feudal de la Edad Media y estuvo apoyado implícitamente por los medios de comunicación locales que pocas veces cuestionaban la integridad del cacique, so pena de represalias que normalmente concluían con la desaparición de la publicación o el castigo penal del director o redactor de turno por delito de injurias y calumnias.
Esta élite era también la que tenía acceso a la cultura que se concentraba en muy pocas personas. Mientras en el campo y en el mar se trabajaba desde la salida a la puesta del sol, la burguesía y la aristocracia disponía de mucho más tiempo libre para el ocio,  por lo que en algunos casos pudieron dedicarse a saciar su sed de conocimientos y buscar en los vientos que soplaban fuera de Galicia y sobre todo en el extranjero, la vida que en la pequeña provincia no podían tener. Mientras a los pobres no les quedaba más remedio que recurrir a la emigración como vía de escape de una situación vital insostenible, provocada en cierta medida por las medidas arbitrarias de unos pocos y la nefasta política que mantenía sumida a España en una crisis galopante, la casta privilegiada miraba más allá de sus fronteras con admiración sin moverse desde la cómoda y elevada posición que su estatus les confería.
Y como el turismo, tal como hoy en día lo entendemos, todavía no se había inventado, pues el viaje todavía suponía un esfuerzo considerable al ser las vías de comunicación deficientes y los medios de transporte lentos, el  mejor método para conocer lo que ocurría fuera de Galicia, era tener acceso a la prensa y sobre todo a la literatura, que era la manifestación cultural más fiel de los movimientos sociales y culturales que se estaban produciendo en el mundo.
A finales del siglo XIX Francia era el referente cultural por antonomasia. Las familias nobles de toda Europa mandaban a sus hijos a colegios franceses o incluso llegaban a residir con carácter definitivo en Francia. El francés resultó ser el idioma europeo a estudiar y la figura del afrancesado, como aquella persona que admiraba todo lo procedente allende los Pirineos, surgió con más fuerza después de que casi un siglo antes fuese considerado un proscrito y un traidor de la patria con motivo de la Guerra de la Independencia contra las huestes de Napoleón. La Revolución Francesa no solamente supuso un cambio radical en una sociedad de la que nos separaba una simple cordillera, sino que supuso una revolución cultural en la que toda Europa quiso beber. Francia seguía siendo el faro cultural que iluminaba Europa, mientras que el resto del mundo era una enorme colonia dependiente de los países europeos y Estados Unidos todavía estaba comenzando a duras penas su historia. Las civilizaciones milenarias asiáticas, aunque comenzaban a ser visitadas esporádicamente por los europeos, todavía conservaban sus tradiciones y cultura en un estado que la inferencia colonizadora del europeo todavía no había alterado.
Si bien la Revolución Francesa había sido una revelación para los más oprimidos y una puerta abierta para las esperanzas de los menos favorecidos que respiraban aires de libertad, el analfabetismo y la ignorancia de aquellos a quienes iba dirigido, provocó que esos aires solamente fuesen respirados precisamente por aquellos que no los compartían y que amenazaban su cómodo estilo de vida, aunque de algún modo los analizasen con respeto e incluso con admiración siempre y cuando a ellos no les afectase, quedándose con el aspecto de la misma que más convenía a sus intereses o a sus gustos. Y el arte fue el aspecto más inocuo y al mismo tiempo más atractivo que de esa Revolución podían tomar. Y fue ahí donde el afrancesado bebió el néctar que desde Francia era arrojado a borbotones por toda Europa.
Después de Santiago de Compostela, en la que la presencia de la Universidad era obligado sinónimo de vanguardia cultural, Pontevedra fue con diferencia la ciudad más cultivada de Galicia en la transición entre los siglos XIX y XX.
Si en la actualidad tomamos un callejero de la ciudad y analizamos las biografías de los personajes que fueron honrados o honraron con su nombre sus calles, podremos comprobar que en un porcentaje muy alto pertenecían a esa época intersecular. Andrés Muruais, José Casal, José Millán, Víctor Said Armesto, Ernesto Caballero, Benito Corbal, Montero Ríos, Riestra, Echegaray… y muchos más vivieron, trabajaron y nos dejaron un legado cultural e histórico que hicieron de la ciudad un foco cultural en toda Galicia y por extensión en toda España.
Entre los que destacaron en los ámbitos culturales de una forma más significativa y cuya tarea fue fuente inagotable de recursos para los demás en cuanto a los conocimientos de todo lo que procedía de Francia, fue Jesús Muruais Rodríguez. Puede decirse que era el prototipo del afrancesado en todas sus vertientes. Dominaba el francés a la perfección y desde su Pontevedra natal vivía el mundo frívolo y artístico del París de entreguerras, merced a su surtida biblioteca.
Jesús Muruais (1852-1903)
Sin embargo el Muruais que pasó a la posteridad, y que hoy tiene una calle que lleva su nombre fue su hermano Andrés, poeta y activo promotor del carnaval pontevedrés con la creación de las leyendas del Urco que todavía hoy en día sigue siendo rey del carnaval pontevedrés. Andrés Muruais murió a los 31 años, y esta prematura muerte supuso una pérdida para las letras gallegas y al mismo tiempo mitificó su persona. Extrovertido, emprendedor, amante de cualquier tipo de actividad cultural, estudió Medicina pero la dejó marginada por su amor a las letras. Si bien, quien nos interesa a nosotros es su hermano Jesús, un año menor. Jesús nació el 24 de diciembre de 1852 y su personalidad era completamente opuesta a la de su hermano; tímido, introvertido, físicamente poco agraciado y amante del recogimiento. No obstante ambos hermanos eran complementarios. La muerte de Andrés supuso un duro golpe para Jesús, pues aparte de la desaparición de un compañero,  la inevitable comparación que se estableció después entre ambos le ponía el listón en exceso muy alto.
Jesús fue catedrático de Latín en el Instituto de Pontevedra y de vez en cuando escribía, pero sin la continuidad precisa para pasar a la historia de la literatura. Era perezoso para la escritura, sin embargo tenía una afición desmedida por la lectura.
Jesús Muruais pasó a la historia de nuestra ciudad por la grandiosa biblioteca de la que era propietario y donde bebieron escritores y amantes de las letras de la talla de Víctor Said Armesto, Ramón María del Valle Inclán, etc… En su domicilio de la casa del Arco de la plaza Méndez Nuñez, se celebraban tertulias literarias a las que asistía la flor y nata de la vanguardia cultural pontevedresa y gallega. La relación de los personajes que por allí pasaron es realmente extensa.
Esta biblioteca poseía la mayor colección de literatura francesa de toda Galicia. Tal como salían a la venta en Francia, ya estaba Muruais adquiriéndolos por mediación de una librería madrileña, probablemente la librería Gutemberg. En ocasiones, desde allí  iban a parar a los talleres del encuadernador Corvera de la calle Espejo de Madrid, y una vez esmeradamente encuadernados se enviaban a Pontevedra. Este procedimiento posibilitó que hoy en día estos ejemplares se encuentren en un estado perfecto pese a tener más de 100 años. Poseía obras de todo tipo, pero sobre de literatura, tanto narrativa como poesía. Además también adquiría periódicos, folletos, revistas, láminas y todo tipo de material impreso que recibía de toda Europa. Tenía un gusto evidente por temas licenciosos o eróticos, lo que supuso que a su muerte, tanto su esposa como el consejero espiritual de esta realizaran un expurgo que minó considerablemente esta extraordinaria colección. Esta particular característica en sus preferencias por lo erótico, hizo que algún biógrafo lo tildase de “mirón lujurioso”. Afortunadamente, 47 años después de su muerte, todavía quedaban muchos volúmenes custodiados por sus descendientes que fueron adquiridos por la Biblioteca Pública de Pontevedra y que hoy podemos consultar en la misma.
Su familia era de las más importantes e influyentes de la ciudad. Su cuñado Pedro Martínez Casal, esposo de Soledad Muruais, fue concejal durante muchos años y uno de los que más contribuyó a la modernización de la ciudad desde su puesto de político local.
Como escritor, Muruais destacó sobre todo en el campo de la crítica literaria. Era agudo e incluso llegaría a polemizar agriamente con Clarín llegando al insulto y a la descalificación personal. Habida cuenta que Clarín era un crítico temido y respetado, los ataques de Muruais suponían un acto de valentía, del que al final no salió en exceso bien parado, toda vez que Clarín obtuvo la inmortalidad literaria y Muruais permaneció en el anonimato. Sus célebres Semblanzas Galicianas ponían de vuelta y  media a muchos poetas contemporáneos suyos. También fue autor en fecha temprana de una antología de cuentos que pasó sin pena  ni gloria titulado Cuentos Soporíferos y que Clarín destrozó en una breve crítica. Muruais nunca lo perdonaría y quizá fuese ese y  no otro, el motivo de la inquina que contra el escritor asturiano, mantuvo el resto de su vida. Colaboró en los periódicos de la época tales como el citado Diario de Pontevedra y sobre todo en la revista quincenal que dirigía Enrique Labarta Pose, Galicia Moderna.
Murió el 1 de julio de 1903 y sus funerales no tuvieron la pompa de los de su hermano. Hoy sus restos mortales descansan en el suntuoso panteón familiar del cementerio pontevedrés de San Mauro y, pese a que una lápida reza: “Propiedad de Jesús Muruais y Pedro Martínez”, el busto que corona el monumento, sigue siendo el de su hermano Andrés, obra del prestigioso escultor funerario catalán Josep Reynés, aunque otros investigadores se lo atribuyan al santiagués Isidoro Brocos.
Nosotros, desde este modesto foro, queremos reivindicar su persona y de algún modo, dentro de nuestras posibilidades, sacarlo del olvido en el que estuvo sumido durante largo tiempo.

José M. Ramos González
Pontevedra, 3 de agosto de 2011


domingo, 27 de marzo de 2011

Horacio Quiroga y Maupassant

Que Horacio Quiroga (1878-1937) conocía la obra de Guy de Maupassant (1850-1893) y lo consideraba como uno de los mejores escritores de cuentos de todos los tiempos, es un hecho evidente. Tan solo hay que leer su famoso Decálogo del perfecto cuentista, cuyo primer mandamiento es:

Cree en un maestro - Poe, Maupassant, Kipling, Chejov - como en Dios mismo.

Pero también era consciente de que la influencia que estos maestros podían ejercer en él podía ser un obstáculo para desarrollar su obra en detrimento de su propia originalidad, por lo que la segunda premisa de su decálogo es:

Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

Este segundo mandamiento, nos remite parcialmente a lo que Maupassant nos cuenta cuando Gustave Flaubert le aconsejaba:

 (…) no olvide usted esto, joven: el talento en frase de Bufón, es tan sólo una larga paciencia. [Del prefacio a Pierre et Jean]

La pregunta es la siguiente: ¿Siguió Horacio Quiroga el segundo mandamiento que su Decálogo establecía? La respuesta no es fácil, porque el crítico siempre puede buscar influencias ad hoc; adornarlas y argumentarlas, de modo que un lector poco avezado pueda considerar que, en efecto, tal o cual cuento es una réplica más o menos disfrazada de otra narración conocida universalmente, que a su vez contuviese reminiscencias o influencias de otro más antiguo todavía, y así hasta realizar un viaje en el tiempo buscando en un océano de relatos, hasta llegar al momento en que no se dispongan de testimonios escritos; aunque los más empecinados siempre podrán avanzar un poco más hacia atrás en el tiempo, acudiendo a la tradición oral, que también es rica en historias que bien pueden ser fuente de inspiración para el literato.
La historia de la literatura está repleta de trasgresiones al segundo mandamiento de Quiroga, sobre todo cuando el escritor es joven, atrevido, desconocido y cuando está aprendiendo su oficio. La resistencia a las influencias es débil y en muchos casos inexistente, desde la más inocente inconsciencia hasta el extremo de escribir con una mano, mientras con la otra se van pasando las hojas del libro que se está utilizando como referente.
¿Quién no ha cometido pecadillos de juventud arriesgando una reputación todavía inexistente? Tal vez mucho que ganar, y si la posteridad se encarga de denunciarlo es prueba de haber alcanzado un éxito al alcance de unos pocos.
Pero Horacio Quiroga no solamente postula la resistencia a la imitación, sino que al mismo tiempo deja abierta la posibilidad de la copia si la influencia es demasiado fuerte. No incurre en contradicción, sino que nos parece una declaración de sinceridad encomiable por parte del autor, que en sus genes parece estar presente  siempre alguna característica semidivina que lo eleva por encima del más común de los mortales. La fatuidad, la arrogancia, la presunción y cualquier sustantivo análogo a estos, nos describe muy bien el carácter de la mitad - por dar una proporción redonda - de los escritores encumbrados. En oposición se encuentra la otra mitad, encumbrados también, pero que lo serán póstumamente: los bohemios, indigentes, desequilibrados, situaciones físicas y morales que constituyen el estigma casi siempre presente en su obra. Edmond de Goncourt o Théophile Gautier podrían ser un buen ejemplo para el primer caso, Allan Poe o Villiers de L’Isle Adam para el segundo.
Y en estos estratos opuestos, pueden encontrarse las similitudes y diferencias entre unos y otros. La vida desahogada generalmente produce una literatura más barroca y más competitiva en la búsqueda de una originalidad que a veces se transforma en puro artificio. Sin embargo una vida mísera, llena de privaciones y desgracias, hace al autor más sincero porque necesita la literatura como una catarsis para evadirse de su infierno trasladándolo al papel, consolándose con las miserias de los personajes de ficción que pone en escena.
Toda clasificación es imperfecta cuando se trata de encasillar a alguien según su psicología, teniendo como principal hándicap la máxima de que cada persona es un mundo. Así que buscando un equilibrio entre los dos extremos anteriormente apuntados, siempre podemos situar con mayor o menor acierto a un escritor, inclinándolo hacia un extremo o hacia otro. Aunque aquí hay tanto de subjetivo como puede haberlo en cualquier juicio emitido tras la lectura del autor que va a depender siempre del estado de ánimo, de la cultura y del grado de sensibilidad del lector.
El análisis del caso que a continuación me ocupa es superfluo; y no es falsa modestia lo que me anima a recurrir a este adjetivo; la razón es que si bien conozco en profundidad a Maupassant, no puedo decir otro tanto de Horacio Quiroga, y en verdad lo lamento, porque la relectura que he hecho de sus Cuentos de amor de locura y de muerte, ausentes ya de mi memoria, me han vuelto a dejar intensamente impresionado por su calidad y crudo realismo.
Sin duda el estilo de ambos escritores tiene similitudes; igual economía y precisión en las descripciones, idéntica actitud de observador, manteniendo una impasibilidad constante a lo largo de los cuentos; esa carencia para no involucrarse en los cuentos y ser un mero narrador de lo acontecido, tan propia de los escritores naturalistas, sin dejar atisbar ninguna moralina a modo de corolario. Similitudes genéricas propias del perfecto cuentista.
No obstante encuentro en los cuentos de Quiroga más sensibilidad que en Maupassant, como si sus cuentos tuviesen un barniz de piedad para con sus protagonistas de la que carece el impersonal autor francés.
 De todos modos esta opinión es producto de una primera impresión obtenida en breve tiempo y sin la amplitud de miras suficiente para juzgar a uno y otro en su justa medida.
Como ya dije anteriormente pueden ser comparados porque ambos tienen en común un talento para el cuento como pocos. Muy pocos escritores pueden presumir de ser buenos cuentistas. No debemos olvidar que el cuento obliga a decir mucho en muy poco, en economizar adjetivos y en caso necesario a buscar el más apropiado. El cuento no permite los largos y rítmicos párrafos de Flaubert o la prosa científica de Zola, ni desplegar todo el análisis psicológico que destila la obra de Dostoyevski. El cuento es un género tan difícil como menospreciado. Y precisamente esa paradoja se debe a que la brevedad que exige, lo hace más pródigo y por tanto más propenso a la mediocridad, que generalmente suele ser proporcional a la intensidad con la que se practica. Raro hoy en día es el escritor que no haya dado sus primeros pasos en este género para ir aprendiendo el oficio. Así, gran parte de las obras cortas que a nosotros llegan, suelen ser bocetos e intentos de diletantes en un género para el que se requiere más precisión, dominio del lenguaje y experiencia literaria que para la novela, donde las redundancias, largas descripciones, amontonamiento de adjetivos e incluso más de un término de dudosa existencia, pueden pasar desapercibidos, siempre y cuando la historia sea absorbente. Pero en el cuento sucede lo contrario. Es el estilo, la prosa y la brevedad lo que hace que la trama penetre hondamente en el espíritu del lector o sea un completo fiasco, convirtiéndose en una historia absolutamente banal si su autor se aleja de la senda marcada por los postulados que hacen de este género un arte grandioso. Los grandes, los enormes cuentistas son pocos: Antón Chéjov, Guy de Maupassant, Iván Tourgeniev, Alphonse Daudet, Edgar Allan Poe, O. Henry, Bret Harte, Ambrose Bierce… son nombres y hombres irrepetibles en la historia de la literatura.
Tanto Horacio Quiroga como Guy de Maupassant tenían muy claras las pautas a seguir a la hora de elaborar sus cuentos. El primero manifiesta sus principios literarios a modo de diez decálogos, a cada cual más certero. Decálogo del que ya hemos visto sus dos primeros mandamientos. No reproduciremos los demás, no menos importantes que los ya vistos, porque pueden encontrarse con facilidad en cualquier manual de literatura o en Internet. Maupassant aprovecha la publicación de su novela, Pierre et Jean, novela muy corta sin llegar a ser relato, -considerada por muchos como su mejor novela - para escribir un prefacio donde pone de manifiesto sus principios literarios, la mayoría de los cuales han sido inculcados por su maestro Flaubert, y combinados con las dotes innatas de gran observador, producen esa genialidad creadora que Maupassant tiene reconocida en todo el mundo. Todo se puede reducir a que para escribir algo que llegue a sensibilizar al lector no es necesario buscar palabras rebuscadas, ni caer en la adjetivación innecesaria. Lo único que hay que lograr es describir un árbol en un bosque de modo que lo diferencie del resto de los demás árboles, que describa únicamente a ese árbol y no a ningún congénere. Eso es lo que hace grande al escritor de cuentos; aquel que logra revelar la psicología del personaje no por el análisis de sus sentimientos, sino por sus gestos, acciones y reacciones, su forma de vestir, de comportarse ante los demás; en definitiva tal y como las personas juzgamos a nuestros semejantes sin necesidad de tumbarlas en un diván escrutando sus más recónditos pensamientos.
Maupassant también es un experto en sacar provecho de los sentidos del lector. El olfato, el gusto, el oído, el tacto y la vista, son excitados durante la lectura de cualquiera de sus cuentos. Esa particular característica dio lugar a que muchos lo incluyesen inmerso en el naturalismo científico de Zola, denominado en su época peyorativamente como “pornografía de los sentidos”; pero pronto el Maupassant zolesco se iría alejando progresivamente de la novela realista para acabar su vida escribiendo novela psicológica de ambientes mundanos y refinados, completamente distintos de los de su primera época en los que las prostitutas, mendigos, burgueses, funcionarios y gentes de muy variada ralea, eran objeto de su mirada más incisiva.

Quiroga tuvo una vida penosa, repleta de desgracias personales y un final más triste todavía con un cáncer de próstata que no fue capaz de soportar, arrebatándole a La Parca el placer de blandir su guadaña, quitándose la vida antes de que la enfermedad lo hiciese.
Maupassant también lo intentó, pero con menos éxito. La Guadaña de la Parca quiso ser un abrecartas de filo romo y La Muerte se vengó por haber sido desafiada, condenándolo a permanecer dieciocho meses internado en un manicomio completamente alienado, expuesto ante la morbosidad de sus contemporáneos como un monstruo de feria, antes de venir a buscarlo para ser sumergido en la nada. ¡Solo la muerte es cierta!, decía un Maupassant obsesionado y lleno de temores.
La comparativa entre Horacio Quiroga y Guy de Maupassant, haciendo uso de los parámetros de estilo y personalidad anteriormente expuestos, nos sugiere más diferencias que analogías.
Nada tienen pues de envidiable las vidas de ambos, y si hemos de situarlos según nuestra vara de medir entre los fatuos y los indigentes, estarían más bien inclinados hacia estos últimos. Indigencia del alma, pues ambos no sufrieron carencias fundamentales en su vida, pero estuvieron acosados por las desgracias familiares y toda su vida fue un permanente calvario. Esto los hace más afines y en su obra también se apreciará esa visión pesimista de la vida.

En una exposición sobre Maupassant, una estudiante de filología francesa me preguntó si existía alguna relación o influencia de El Horla, célebre cuento de Maupassant, en el cuento de Quiroga El almohadón de plumas.
En aquel momento no supe responderle porque, si bien había leído los cuentos de Quiroga, el tiempo transcurrido desde que eso sucedió había borrado de mis recuerdos el argumento de su relato.
Al retomar el cuento para dar una satisfacción a esa estudiante, cuya intervención fue para mí un estímulo, ya que denotaba interés en lo que había estado contando, descubrí con sorpresa una vez más la calidad como cuentista de Horacio Quiroga. Leí absorto y pudiera decirse que incluso me parecía estar leyendo algo nuevo. En absoluto me recordaba a Maupassant.
Diría que en nada se parecen los dos cuentos, exceptuando que ambos pueden tener una leve dosis de truculencia.
Advierto que si usted no ha leído alguno de ambos cuentos no siga leyendo el presente artículo. No consientan que les prive del placer que supone leer dos de los relatos que se cuentan entre los más importantes de la literatura universal, porque a continuación voy a desgranar sus argumentos y sus desenlaces para tratar de analizarlos, y aunque lo haré sucintamente, no por ello dejo de destruir el elemento sorpresa, crucial en cualquier caso.
El Horla es un relato largo (ocupa unas 30 páginas), y puede decirse sin ánimo de ser ventajista por el triste final de su autor, que puede resultar algo autobiográfico. Maupassant padecía obsesiones y delirios porque abusaba de sustancias que le producían estados alterados de conciencia, sumiéndolo en ensueños irracionales. Estas drogas actuaban de forma disímil, según el momento, pero casi siempre sus efectos se manifestaban en forma de delirios y alucinaciones que si bien él trataba de racionalizar, no por ello dejaban de atemorizarle.
El Horla probablemente haya sido escrito bajo el recuerdo de esos delirios y alucinaciones, o bajo los efectos de alguna droga estimulante, aunque se trata de un cuento narrado con toda la cordura del genio y capacidad intelectual todavía indemne de Maupassant, aunque ya estuviese latente en él el treponema que lo sumiría en la más completa oscuridad.
El Horla es más intenso que El almohadón de plumas. Hay varias razones que llevan a esta conclusión.
El Horla está contado en primera persona, a modo de diario, lo que le confiere más fuerza dramática, toda vez que es el protagonista el que expone sus temores, sospechas y finalmente toda la angustia que el miedo ante lo desconocido puede llegar a producir. El miedo a lo desconocido es el peor de los miedos. Mientras que el cuento de Quiroga está narrado en tercera persona, lo que inconscientemente lo convierte en algo más ajeno al lector.
Debido a su extensión, en El Horla el autor da rienda suelta a las obsesiones que toda su vida lo han acosado y la narración discurre de un modo lineal y progresivo; es un desarrollo in crescendo porque tiene tiempo y espacio para ello. Esto genera una intriga en el lector del que carece el cuento de Quiroga.
El almohadón de plumas es breve (5 páginas) y por tanto en tan poco espacio el desarrollo es más lineal; solo el terror surge en el último párrafo cuando el almohadón es abierto por Jordán. Sin embargo abunda más en la psicología de los personajes que Maupassant. Quiroga ya nos introduce desde el primer momento a una mujer frágil, propensa a los estados de ánimo depresivos porque su marido, pese a quererla, no es muy pródigo en manifestar su cariño. Esto hace que nos vaya llevando con naturalidad hacia la enfermedad de ella, como si estuviese enferma de melancolía y fuese este sentimiento el que la va consumiendo postrada en cama, mientras los médicos diagnostican una anemia galopante y con pocas esperanzas de curación. Todo muy racional. Todo lo contrario que Maupassant en el que lo que sucede a su protagonista parece una locura, algo increíble, pero no nos informa de posibles antecedentes que hicieran pensar en una probable locura, ya que nos presenta a una persona saludable y llena de vitalidad que poco a poco se irá consumiendo. La presencia del objeto del miedo está ya en las primeras líneas del largo relato y va tomando forma en la mente del lector como algo tan horrorosamente sutil que incluso al final del cuento no puede ni siquiera saberse de que se trata. Mientras que el horror de Quiroga tiene forma de ácaro gigante y es en la última línea donde el lector tiene una sensación de repulsión por la presencia de un arácnido descrito de modo tal que ese rechazo va acompañado de auténtico pavor. La escena clave es cuando se percatan de que el peso del almohadón de plumas es en exceso anormal y desgarran su funda:

(…) entre las plumas,  moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca…

Mientras que El Horla no se muestra nunca. Es un ente invisible que incluso puede ser una creación de la mente enfermiza de su protagonista si no fuese por todas las pruebas de su existencia que el aterrorizado hombre va aportando a lo largo del cuento.
Particularmente El Horla no es el cuento de Maupassant que más me gusta. No soy muy devoto del cuento fantástico y de terror en general y eso tal vez me haga ser parcial; incluso diría que hoy en día, El Horla sería considerado un cuento de ciencia ficción, porque en su desenlace se deja entrever que se trata de un ser llegado de otro mundo el que irrumpe en la vida del hombre al que pretende sustituir, extrapolando esa conquista a toda la especie humana. Salvando las distancias, un desenlace típico de una invasión extraterrestre de las revistas pulp de los 70.
Sin embargo para los estudiosos de Maupassant es un relato paradigmático por lo apuntado anteriormente, tanto en cuanto revela unas fobias y obsesiones que el propio Maupassant padeció en vida. Incluso muchos ven en ese cuento una prueba de su ulterior locura, pero yo, insisto, considero que esto es un juicio ligero y sobre todo ventajista.
En resumen, nos encontramos ante dos cuentos diferentes.
No descarto en absoluto que Maupassant haya influido en Quiroga, es más, estoy convencido de ello. No obstante, no he leído toda la narrativa de Quiroga para poder emitir un juicio con suficientes argumentos, pero la lectura del primer mandamiento de su Decálogo, puede inducirme a esa deducción.
Desde luego en El almohadón de plumas no encuentro semejanzas de ningún tipo con El Horla.
Así pues, agradezco mucho la intervención de esa amable estudiante que, al igual que sus compañero/as, tuvo la santa paciencia de aguantar mi charla durante dos horas y me planteó una pregunta que me permitió volver a leer una antología de relatos que ya tenía olvidada y con la que disfruté como no hacía tiempo.
Dedico este artículo a ella y a sus compañero/as que asistieron a mi disertación sobre Maupassant en la Facultad de Filología de Santiago el 25 de marzo de 2011.
¡Gracias por vuestra presencia!

José Manuel Ramos González
Pontevedra, 27 de marzo de 2011




domingo, 6 de marzo de 2011

Guy de Maupassant y los animales

Guy de Maupassant, el famoso escritor francés, siempre demostró, tanto en su vida privada como en su obra, una especial sensibilidad hacia los animales.
Sin embargo desde que tuvo edad para soportar el peso de su primer rifle, practicó la caza con pasión. Esta aparente contradicción nos lleva al eterno debate entre los detractores y defensores de la cinegética, en la que los últimos siempre abanderan el más absoluto respeto por sus víctimas. Y aunque parezca una broma de mal gusto para los que no practicamos este mal llamado deporte, los que aprietan el gatillo están plenamente convencidos de ese aserto. Otro tanto sucede con los matadores de toros que, defendiendo su profesión la califican de arte, pero ante todo manifiestan su respeto por el toro al que se enfrentan pertrechados con picas, banderillas y estoque, mitificando de tal modo al astado, que pareciese su intención enaltecer más la cada vez más denostada fiesta taurina.
Yo, ni cazo ni soy afecto a las corridas de toros. Que cada cual sea responsable de sus actos. No puedo entender el placer que hay en matar un animal, ni siquiera en aplastar una araña, ni tampoco creo que de la sangre pueda hacerse un espectáculo y menos considerarlo un arte como la tauromaquia. Si simplificamos la definición de arte a la mera búsqueda de la belleza, podríamos considerar arte todo tipo de actividad humana porque la belleza es subjetiva.
Pero tampoco soy, ni quiero ser coercitivo y respeto las ideas que no comulgan con las mías. No milito en ningún bando ni me arrogo un papel de juez que no me corresponde.
Soy respetuoso con la vida animal pero sin la pasión a ultranza de los vegetarianos, por lo que, aun difícilmente en este pantanoso terreno, trataré de ser objetivo y alejarme de estos debates estériles que poco o nada aportarán a los ya convencidos.

Así pues, dejando al margen la afición a la caza de Maupassant, faceta poco conocida de este escritor, me centraré en el otro vínculo afectivo que este mantenía con los animales, dando por válida esta dualidad que quizá resulte contradictoria para los maniqueos.
Maupassant de caza
La primera vez que vemos a Maupassant en compañía de animales, es con los perros de caza. Se conservan dos fotos en las que aparece un joven Maupassant dispuesto a una batida en compañía de sus perros.
Ya siendo célebre, se le conocen sus mascotas debido a las confidencias que podemos leer en las memorias de su mayordomo, François Tassart. Este escribió dos volúmenes de recuerdos donde nos muestra al Maupassant más cotidiano y hogareño.
Maupassant residía la mayor parte del año en pleno París, normalmente en apartamentos de alquiler donde solía recibir escasas visitas ya que pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en su obra. Su personalidad voluble e inconformista siempre acababa por encontrar algún defecto a la vivienda y sus mudanzas fueron frecuentes. Por otro lado era un viajero impenitente y entre una cosa y otra, la compañía de un animal constituía un inconveniente para llevar a cabo todos estos proyectos. No obstante tenía una gata.

Diciembre de 1884.- Teníamos una gatita que mi señor bautizó con el nombre de Piroli; en poco tiempo se volvió muy familiar, gustándole mucho las caricias…Mi señor, en su largo diván de la galería, disfrutaba mirando a esta encantadora bestezuela tan graciosa y tan ligera en todos sus movimientos. Se encariñó mucho con esta pequeña Piroli, siendo el apego recíproco. Tan pronto como él entraba, ella no lo abandonaba.

Cuando algún viaje impedía llevar consigo a Piroli, la dejaba al cuidado de su primo Louis Le Poittevin, que vivía en la primera planta del mismo edificio.
También se había hecho construir una casa de campo en Étretat, su ciudad natal donde solía ir a pasar largas temporadas, sobre todo en verano. En un principio quiso llamarla La Maison Tellier, pero quien conozca la obra de Maupassant sabrá que ese nombre evoca un establecimiento poco honorable, por lo que fue convencido por sus más allegados que tuviera la sensatez de bautizarla de otro modo. Así fue como finalmente la llamó La Guillette.
La Guillette, situada en las afueras de Étretat, era una casa de dos plantas que disponía de un gran espacio ajardinado y de terreno suficiente para todo tipo de tareas campestres e incluso deportivas. Suponía para Maupassant un esparcimiento del que carecía en su enclaustramiento de París.
En La Guillette, Maupassant tenía un estanque con pececillos rojos y un corral con seis gallinas y un gallo.

Varias veces al día, mi señor visitaba sus peces rojos, pero a él le gustaba sobre todo entretenerse con sus gallinas; no dejaba de mirarlas, observaba sus mínimos movimientos y se divertía. Las aves eran en verdad fuertes y hermosas, y el gallo estaba todavía más colorado que a su llegada.
–¡Es bello!– me decía– ¡Es gallardo! Merece ser pintado. Seguramente se haría un cuadro magnífico. Vea la expresión de su cabeza. La mirada es bastante fiera y sus hermosas crestas de un rojo vigoroso y ese cuello brillante es resplandeciente y ¡esa presencia majestuosa![1]...

Ese entusiasmo por la orgullosa figura del gallo quizá nos revele algún aspecto no tan recóndito de la psicología de Maupassant, identificándose él mismo con el emplumado animal al resaltar su galanura y altivo porte; tal vez la presencia de la hermosa ave fuese para él un indicio de la supremacía con la que la naturaleza dotó al macho; una proyección en el corral de la superioridad física e intelectual del hombre sobre la mujer de la que el escritor normando estaba absolutamente convencido[2].
Para defender a sus aves de la presencia de un zorro que merodeaba alrededor del corral, colocó un cepo para atrapar al ladronzuelo pero no nos consta que este cayera en la trampa.
A finales de mayo de 1885, adquirió dos hermosos patos para retozar en la charca que a tal efecto había hecho artificialmente en La Guillete. Con motivo de la presencia de los ánades, hablaba a su gata en estos términos:

–Espero, señorita Piroli, que no confundas a esos dos pequeños patos con dos grandes pájaros y les hagas daño. ¡Ah, no! ¡pues me enfadaría!.[3]

En junio de 1886, Maupassant compró un perro adiestrado para la caza. Se trataba de, un enorme podenco Pont-Audemer con unos ojos muy inteligentes; solo le faltaba hablar, según Tassart. Se llamaba Paff.
En la primavera de 1887, Piroli tuvo una camada de cuatro gatitos, pero uno de ellos nació muerto. Durante la noche, la gata fue a quejarse cerca de su señor:

–Esto no es posible. Hay algo anormal por lo que esta pequeña llora tanto. La seguimos hasta el pequeño gabinete de trabajo que se había convertido en la residencia de Piroli y de sus cachorros. Uno de sus cuatro recién nacidos estaba muerto y ella lo había sacado de la cesta.
–¡Aquí está la razón de tu desolación, gatita mía – dijo mi señor.
Mientras la acariciaba yo hice desaparecer el pequeño cadáver y Piroli tomó lugar en la cesta con los otros tres retoños. Mi señor me dijo:
– Verdadermante no le falta más que la palabra.[4]

El 15 de septiembre moría Piroli debido a un problema derivado de un nuevo parto. Maupassant quedó profundamente afectado, pero como mal menor le quedaba un recuerdo vivo de su gata, una hija de esta llamada Pussy, a la que se llevó consigo a París.
En su vivienda de París, Maupassant también poseía un loro llamado Jacquot. De este pájaro nos refiere Tassart:

Ese loro era divertido, se volvía a derecha y a izquierda, farfullando, luego tomaba aires de importancia, haciendo saludos tan graciosamente como podía; a fin de cuentas, fueron las damas mundanas sus preferidas; ellas estaban perfumadas y él se volvía loco con sus olores. También se aproximaba a esas damas, incluso demasiado, pues quería testimoniarle su amabilidad con unos picotazos que habrían podido dañarlas. Fue necesario alejarlo; protestó a su manera, pero no se le puedo dejar.[5]

Cuando Maupassant estaba en Paris o sus constantes viajes le impedían acudir con regularidad a Étretat, el mantenimiento del jardín y el cuidado de los animales quedaba a cargo de Cramoyson, que hacía de guardián de La Guillette en ausencia de su dueño.
Había un segundo perro en La Guillete. Se llamaba Pel y era hijo de Paff, pero según Tasssart no tenía ni un poco de la inteligencia de su padre.
No obstante a veces hacía alarde de cierto desdén hacia algunos animales, tratándolos como meros objetos utilizándolos para sus bromas a los que tan aficionado era, o como premios en lotes de tómbolas en las fiestas que solía organizar en La Guillette. En su favor he de decir que nunca hubo un maltrato manifiesto.
Al respecto citar dos anécdotas. La primera, con intención de gastar una broma a una dama, hizo que Tassart le llevase un paquete primorosamente embalado en papel de regalo conteniendo una importante cantidad de ranas. El objeto era dar un susto a la dama en cuestión. Cuando la mujer abrió el paquete y las ranas comenzaron a saltar por el salón, esta no solo se molestó sino que prorrumpió a reír e instó a su criado a que se llevase a los pequeños animalitos y los dejase en algún charco del Bosque de Bolonia.
Maupassant, hasta cierto punto contrariado por su derrota, dijo con convicción a Tassart: « Estaba seguro del desenlace; sabía que ella no pensaría más que en una cosa, ¡salvarles la vida!»
En otra ocasión, y con una gran fiesta que celebró en su finca de Étretat, instaló una tómbola donde los premios consistían en unos gallos y conejos vivos, para sorpresa de las damas de la alta sociedad cuyo boleto salía agraciado. La gente se regocijaba por la cara de sorpresa, incredulidad e incluso de temor de las señoras que veían como los animales trataban de desasirse con violentos esfuerzos de aquellas manos que temblorosamente los recogían.
Se ha dicho, no en pocas ocasiones, que Maupassant era un enemigo de la fiesta taurina. Se trata de una afirmación basada en el testimonio de su criado François Tassart. Este escribió en sus segundas memorias sobre Maupassant[6] que ambos acudieron en Orán a una corrida de toros y el autor le manifestó su aversión por ese tipo de espectáculo. Sin embargo resulta curioso que Maupassant no mencione la asistencia a los toros en sus memorias africanas, ni haga mención de ello en su obra.
Pese a las anteriores manifestaciones de afecto hacia los animales, Maupassant, por el contrario, tenía un auténtico miedo cerval a las arañas. En cierta ocasión llamó a Tassart para disponerse a la caza de dos arañas que se encontraban agazapadas tras la cabecera de su cama. Tras darles captura las arrojaron como comida a los peces. Aún así Maupassant comentó que quizás hubiese cometido un error dando de comer esos bichos a los peces, pues veía como estos dudaban en comérselas. ¿Tal vez sientan el veneno?, se preguntaba Maupassant.
Se llegó a decir que Maupassant tuvo un mono, pero era tal los destrozos que el simio provocaba en la casa, que tuvo que deshacerse de él.

Pero donde se aprecia de un modo fehaciente la defensa por los animales, víctimas la perversidad del hombre, es en sus cuentos normandos de caza o de campesinos.
Realizaremos una breve síntesis de cada uno de los cuentos en donde el animal es protagonista, citando su título, año y lugar de aparición por vez primera.

Pierrot es un cuento publicado en Le Gaulois el 8 de octubre de 1882 y recogido posteriormente en la antología Les contes de la bécasse.
Pierrot es un perro de compañía. Uno de esos canes de raza indefinida, sin pedigrí, pequeño y juguetón que retoza alegremente alrededor de las piernas de su ama y cuya mirada siempre parece estar diciendo ¡Gracias!. Su dueña, la Sra. Lefevre que vive en compañía de su criada, Rose, se había hecho con el perro para vigilar su huerto, pues le habían robado una docena de cebollas. Esta aparición del animal en una mera transición mercantil, ya comienza a denotar en la dueña un cierto desapego inicial, pues busca en el perro, no una compañía, sino un servicio material, la defensa de su huerto. No obstante la Sra. Lefevre comienza a tomarle cariño al animal, pero cuando le dicen que debe pagar impuestos por la tenencia de ese escuchimizado animal, su tacañería vence a su corazón y opta por desprenderse del can arrojándolo a un pozo al que los campesinos del lugar solían arrojar a sus mascotas cuando ya no servían para sus propósitos. Y así es, ella y Rose abandonan al perro a su suerte, alejándose de allí con el dolor que los aullidos del animal les provocaba.
La señora Lefevre tuvo esa noche unas terribles pesadillas, angustiada por su abyecta acción. Al día siguiente solicitó del carpintero que le ayudase a recuperar al perro, pero este le cobraba cuatro francos. ¡Era demasiado caro! Entonces optó por llevarle comida, arrojándosela al pozo, pero el pan que le llevaba a su Pierrot era devorado por otros perros más fuertes que él abandonados allí también por sus dueños.
Y Maupassant concluye así su cuento:

Y, abochornada por la sola idea de todos esos perros alimentados a sus expensas, se marchó, llevándose lo que quedaba del pan, que lo comió por el camino.
Rose la seguía, enjugándose los ojos con la punta de su delantal azul.

El título de este cuento es el nombre de uno de los personajes de la Comedia Italiana, cuyos protagonistas son Pierrot, Arlequín y Colombina. Pierrot es abandonado por Colombina a instancias de los ardides en la sombra del malvado y celoso Arlequín. De ahí tal vez la relación entre el nombre y esta famosa obra del siglo XVI.

Histoire d’un chien, se escribió en Le Gaulois el 2 de junio de 1881. Maupassant explica la génesis de este cuento al principio del mismo:

La prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora de animales para colaborar en la construcción de un establecimiento para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del nudo corredizo que la administración les tiene reservado.
Los periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad.
Es mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro perdido, de un perro vulgar, sin pedigrí. Es una historia sencilla pero auténtica.

Se trata de un relato desgarrador sobre una perra que, abandonada y encontrada por el cochero François en el camino, es recogida por piedad. La perra, a la que le pone por nombre Cocotte, comienza a engordar y el hombre está cada vez más orgulloso y encariñado de ella. Pero estando en celo, atrae a todos los perros de la comarca y pare una camada tras otra. François, muy a su pesar, debía ahogar a los cachorros en el río, pues no podía mantenerlos con vida ante la rigurosa negativa de su amo. Cierto día, harto ya del merodeo de tanto perro por la hacienda, este último obligó a François a desprenderse de Cocotte. El atribulado cochero le pidió a un carretero amigo suyo que la llevase muy lejos y la abandonase. Pero la perra volvió al cabo de cuatro días, flaca y completamente magullada. El amo, compadecido del animal, transigió. Pero un día un grupo de perros entró en la cocina, y ante las quejas de la cocinera el amo dijo a François que si la perra volvía a aparecer un día más por la hacienda, sería despedido.
El pobre François, desesperado, no pudo dormir. Pero al día siguiente le ató una piedra alrededor del cuello y, con dolor extremo de alma y corazón, la arrojó al río. La perra trató en vano de permanecer a flote pero en vano.
François enfermó del disgusto y paso varios días idiotizado. Al final su amo lo llevo a su finca de Rouen. Allí comenzó a recuperar la salud y se bañaba a diario en el río.
Un día, mientras tomaba un baño, vio a lo lejos un objeto que flotaba en las aguas. Se trataba del cadáver putrefacto de un animal. Cuando se acercó, pudo reconocer en aquellos despojos a su perra. Maupassant finaliza así el relato:

Se volvió medio loco de repente, comenzando a caminar al azar, con la cabeza perdida. Vagó todo el día y perdió el camino que jamás volvió a encontrar. Nunca volvió a atreverse a tocar un perro.
Y como epílogo añade:
Esta historia no tiene más que un mérito: es verdadera, enteramente verdadera.
Sin la reunión extraña del perro muerto, al cabo de seis semanas y a sesenta millas de distancia nunca la hubiéramos conocido, indudablemente; ¡porque cuántos animales pobres, sin abrigo, vemos todos los días!
Si el proyecto de la Asociación protectora de animales tiene éxito, al menos disminuiremos la presencia de estos cadáveres con cuatro patas arrojadas a los cauces de los ríos.

Mademoiselle Cocotte es un cuento publicado en el Gil Blas el 20 de marzo de 1883, bajo el seudónimo de Maufrigneuse. Sería recogido posteriormente en la antología Clair de lune.
Se trata de la misma historia contada en Histoire d’un chien dos años después, pero con un tratamiento más literario y con más detalle en su desarrollo. Histoire d’un chien contiene 1399 palabras, mientras que Mademoiselle Cocotte, contiene 1945. Comienza con François internado en un centro psiquiátrico y un médico contando los avatares que lo condujeron a tal estado. El final del cuento, cuando François reconoce a su perra en el río, es el siguiente:

François lanzó un grito espantoso y empezó a nadar con todas sus fuerzas hacia la orilla mientras continuaba gritando; y cuando llegó a tierra, huyó enloquecido, completamente desnudo, por el campo. ¡Estaba loco!

No era infrecuente en Maupassant hacer varias versiones de un mismo relato. El caso más conocido de esta práctica es su famoso cuento El Horla, del que existen dos versiones con el mismo título, la primera escrita en 1886, conocida por El Horla Primera versión, y la segunda y definitiva en 1987, que es la que hoy se considera como uno de los más paradigmáticos relatos de terror.

Coco es una denuncia del maltrato que los embrutecidos campesinos normandos inflingen gratuitamente a los animales. Apareció por primera vez en las páginas del Gaulois, el 21 de enero de 1994 y recogido más tarde en Contes du jour et de la nuit.
Es la historia de un muchacho y un  viejo caballo, Coco, que ya no tiene fuerza para tirar del arado, pero al que sus dueños le han cogido cariño con el paso de los años y no quieren sacrificarlo. Encargan a un muchacho que trabaja en la granja llamado Isidore que se encargue de su cuidado. Al zagal no le gusta esta tarea y los vecinos se burlan al verlo pasar con el viejo penco. Este, en su ignorancia, culpa al animal de las burlas y decide vengarse. Ata al caballo a una estaca y día, a día va acortándole la superficie de pasto. El caballo va consumiéndose de inanición hasta la muerte.
Cuando al día siguiente Isidore va a ver al animal…

…volaban cuervos en torno al cadáver. Innumerables moscas se paseaban sobre él, zumbando a su alrededor.
Al regresar, dijo lo que había pasado. El animal era tan viejo, que nadie se extrañó. El amo dijo a dos criados: 
—Coged las palas y haced un hoyo en el mismo sitio en que está.
Los hombres enterraron al caballo en el mismo lugar donde había muerto de hambre.
Y la hierba creció espesa, verde y vigorosa, alimentada por el pobre cuerpo.

Pero sin duda uno de los relatos más conmovedores que se puedan escribir sobre el cazador y sus presas, es Amor, subtitulado Páginas de un cazador. Este cuento apareció publicado en el Gil Blas, el 7 de diciembre de 1886 y recogido en la antología Le Horla.
Significativo título que narra como dos cazadores, en una fría madrugada, disparan a dos cercetas que salen volando detrás de unos matorrales. Una de ellas es abatida, mientras que la que había salvado la vida revoloteaba sobre la cabeza de los hombres porque era su hembra la que había caído a tierra.
Y Maupassant finaliza el cuento con estas palabras, en boca de uno de los cazadores que es el narrador de la historia:

Y en efecto, no se escapaba. Sin dejar de revolotear por encima de nosotros, lloraba desconsoladamente.
No recuerdo gemido alguno de dolor que me haya desgarrado el alma tanto como el reproche lamentable de aquel pobre animal, que se perdía en el espacio.
—.Déjala en el suelo—me dijo Karl—; veras como se acerca.
Y así fue; se acercaba, inconsciente del peligro que corría, loco de amor por la que yo había matado.

El otro cazador disparó matando al macho y nuestro narrador, con un gesto como de arrepentimiento, tomó el zurrón, introdujo a los dos animales dentro y esa misma tarde partió para París abandonando la partida de caza.

Otros cuentos donde los animales están presentes, pero sin una presencia tan destacada como los anteriores en su argumento, son:

Le Loup. Un gran lobo gris merodea por el pueblo haciendo graves estragos en las granjas. Dos hermanos, afamados cazadores, salen en su busca, no como una simple cacería, sino ya como una cuestión de amor propio. (Le Gaulois, 14 de noviembre de 1882. Clair de lune).
Le roche aux guillemots. Es tal la afición a la caza del pájaro bobo que incluso las situaciones más extremas no han de impedir asistir al evento anual. (Le Gaulois, 14 de abril de 1882. Contes du jour et de la nuit.)
Le Lapin. Al alcalde del pueblo le roban un conejo de su hacienda. Las pesquisas de los gendarmes van a dar con el ladrón bajo una cama ajena. (Gil Blas, 19 de julio de 1887. La Main gauche.)

Quizá se nos olvide alguna referencia importante en relación con el tema a tratar en el presente artículo, pero al menos hemos desgranado las más significativas para constatar que el Maupassant antiburgués, asocial, incluso arisco y huraño con sus semejantes durante los últimos años de su vida, tenía en su corazón un rincón donde albergar a los animales.

José M. Ramos González
Pontevedra, 6 de marzo de 2011.


[1] François Tassart. Souvenirs sur Maupassant. Ediciones Plon. París,
[2] Ver la Crónica La Lysistrata moderne.  Le Gaulois, 30 de diciembre de 1880.
[3] François Tassart. Op. cit.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] François Tassart. Nouveaux souvenirs sur Guy de Maupassant. A.G. Nizet. Paris, 1962