Que Horacio Quiroga (1878-1937) conocía la obra de Guy de Maupassant (1850-1893) y lo consideraba como uno de los mejores escritores de cuentos de todos los tiempos, es un hecho evidente. Tan solo hay que leer su famoso Decálogo del perfecto cuentista, cuyo primer mandamiento es:
Cree en un maestro - Poe, Maupassant, Kipling, Chejov - como en Dios mismo.
Pero también era consciente de que la influencia que estos maestros podían ejercer en él podía ser un obstáculo para desarrollar su obra en detrimento de su propia originalidad, por lo que la segunda premisa de su decálogo es:
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
Este segundo mandamiento, nos remite parcialmente a lo que Maupassant nos cuenta cuando Gustave Flaubert le aconsejaba:
(…) no olvide usted esto, joven: el talento en frase de Bufón, es tan sólo una larga paciencia. [Del prefacio a Pierre et Jean]
La pregunta es la siguiente: ¿Siguió Horacio Quiroga el segundo mandamiento que su Decálogo establecía? La respuesta no es fácil, porque el crítico siempre puede buscar influencias ad hoc; adornarlas y argumentarlas, de modo que un lector poco avezado pueda considerar que, en efecto, tal o cual cuento es una réplica más o menos disfrazada de otra narración conocida universalmente, que a su vez contuviese reminiscencias o influencias de otro más antiguo todavía, y así hasta realizar un viaje en el tiempo buscando en un océano de relatos, hasta llegar al momento en que no se dispongan de testimonios escritos; aunque los más empecinados siempre podrán avanzar un poco más hacia atrás en el tiempo, acudiendo a la tradición oral, que también es rica en historias que bien pueden ser fuente de inspiración para el literato.
La historia de la literatura está repleta de trasgresiones al segundo mandamiento de Quiroga, sobre todo cuando el escritor es joven, atrevido, desconocido y cuando está aprendiendo su oficio. La resistencia a las influencias es débil y en muchos casos inexistente, desde la más inocente inconsciencia hasta el extremo de escribir con una mano, mientras con la otra se van pasando las hojas del libro que se está utilizando como referente.
¿Quién no ha cometido pecadillos de juventud arriesgando una reputación todavía inexistente? Tal vez mucho que ganar, y si la posteridad se encarga de denunciarlo es prueba de haber alcanzado un éxito al alcance de unos pocos.
Pero Horacio Quiroga no solamente postula la resistencia a la imitación, sino que al mismo tiempo deja abierta la posibilidad de la copia si la influencia es demasiado fuerte. No incurre en contradicción, sino que nos parece una declaración de sinceridad encomiable por parte del autor, que en sus genes parece estar presente siempre alguna característica semidivina que lo eleva por encima del más común de los mortales. La fatuidad, la arrogancia, la presunción y cualquier sustantivo análogo a estos, nos describe muy bien el carácter de la mitad - por dar una proporción redonda - de los escritores encumbrados. En oposición se encuentra la otra mitad, encumbrados también, pero que lo serán póstumamente: los bohemios, indigentes, desequilibrados, situaciones físicas y morales que constituyen el estigma casi siempre presente en su obra. Edmond de Goncourt o Théophile Gautier podrían ser un buen ejemplo para el primer caso, Allan Poe o Villiers de L’Isle Adam para el segundo.
Y en estos estratos opuestos, pueden encontrarse las similitudes y diferencias entre unos y otros. La vida desahogada generalmente produce una literatura más barroca y más competitiva en la búsqueda de una originalidad que a veces se transforma en puro artificio. Sin embargo una vida mísera, llena de privaciones y desgracias, hace al autor más sincero porque necesita la literatura como una catarsis para evadirse de su infierno trasladándolo al papel, consolándose con las miserias de los personajes de ficción que pone en escena.
Toda clasificación es imperfecta cuando se trata de encasillar a alguien según su psicología, teniendo como principal hándicap la máxima de que cada persona es un mundo. Así que buscando un equilibrio entre los dos extremos anteriormente apuntados, siempre podemos situar con mayor o menor acierto a un escritor, inclinándolo hacia un extremo o hacia otro. Aunque aquí hay tanto de subjetivo como puede haberlo en cualquier juicio emitido tras la lectura del autor que va a depender siempre del estado de ánimo, de la cultura y del grado de sensibilidad del lector.
El análisis del caso que a continuación me ocupa es superfluo; y no es falsa modestia lo que me anima a recurrir a este adjetivo; la razón es que si bien conozco en profundidad a Maupassant, no puedo decir otro tanto de Horacio Quiroga, y en verdad lo lamento, porque la relectura que he hecho de sus Cuentos de amor de locura y de muerte, ausentes ya de mi memoria, me han vuelto a dejar intensamente impresionado por su calidad y crudo realismo.
Sin duda el estilo de ambos escritores tiene similitudes; igual economía y precisión en las descripciones, idéntica actitud de observador, manteniendo una impasibilidad constante a lo largo de los cuentos; esa carencia para no involucrarse en los cuentos y ser un mero narrador de lo acontecido, tan propia de los escritores naturalistas, sin dejar atisbar ninguna moralina a modo de corolario. Similitudes genéricas propias del perfecto cuentista.
No obstante encuentro en los cuentos de Quiroga más sensibilidad que en Maupassant, como si sus cuentos tuviesen un barniz de piedad para con sus protagonistas de la que carece el impersonal autor francés.
De todos modos esta opinión es producto de una primera impresión obtenida en breve tiempo y sin la amplitud de miras suficiente para juzgar a uno y otro en su justa medida.
Como ya dije anteriormente pueden ser comparados porque ambos tienen en común un talento para el cuento como pocos. Muy pocos escritores pueden presumir de ser buenos cuentistas. No debemos olvidar que el cuento obliga a decir mucho en muy poco, en economizar adjetivos y en caso necesario a buscar el más apropiado. El cuento no permite los largos y rítmicos párrafos de Flaubert o la prosa científica de Zola, ni desplegar todo el análisis psicológico que destila la obra de Dostoyevski. El cuento es un género tan difícil como menospreciado. Y precisamente esa paradoja se debe a que la brevedad que exige, lo hace más pródigo y por tanto más propenso a la mediocridad, que generalmente suele ser proporcional a la intensidad con la que se practica. Raro hoy en día es el escritor que no haya dado sus primeros pasos en este género para ir aprendiendo el oficio. Así, gran parte de las obras cortas que a nosotros llegan, suelen ser bocetos e intentos de diletantes en un género para el que se requiere más precisión, dominio del lenguaje y experiencia literaria que para la novela, donde las redundancias, largas descripciones, amontonamiento de adjetivos e incluso más de un término de dudosa existencia, pueden pasar desapercibidos, siempre y cuando la historia sea absorbente. Pero en el cuento sucede lo contrario. Es el estilo, la prosa y la brevedad lo que hace que la trama penetre hondamente en el espíritu del lector o sea un completo fiasco, convirtiéndose en una historia absolutamente banal si su autor se aleja de la senda marcada por los postulados que hacen de este género un arte grandioso. Los grandes, los enormes cuentistas son pocos: Antón Chéjov, Guy de Maupassant, Iván Tourgeniev, Alphonse Daudet, Edgar Allan Poe, O. Henry, Bret Harte, Ambrose Bierce… son nombres y hombres irrepetibles en la historia de la literatura.
Tanto Horacio Quiroga como Guy de Maupassant tenían muy claras las pautas a seguir a la hora de elaborar sus cuentos. El primero manifiesta sus principios literarios a modo de diez decálogos, a cada cual más certero. Decálogo del que ya hemos visto sus dos primeros mandamientos. No reproduciremos los demás, no menos importantes que los ya vistos, porque pueden encontrarse con facilidad en cualquier manual de literatura o en Internet. Maupassant aprovecha la publicación de su novela, Pierre et Jean, novela muy corta sin llegar a ser relato, -considerada por muchos como su mejor novela - para escribir un prefacio donde pone de manifiesto sus principios literarios, la mayoría de los cuales han sido inculcados por su maestro Flaubert, y combinados con las dotes innatas de gran observador, producen esa genialidad creadora que Maupassant tiene reconocida en todo el mundo. Todo se puede reducir a que para escribir algo que llegue a sensibilizar al lector no es necesario buscar palabras rebuscadas, ni caer en la adjetivación innecesaria. Lo único que hay que lograr es describir un árbol en un bosque de modo que lo diferencie del resto de los demás árboles, que describa únicamente a ese árbol y no a ningún congénere. Eso es lo que hace grande al escritor de cuentos; aquel que logra revelar la psicología del personaje no por el análisis de sus sentimientos, sino por sus gestos, acciones y reacciones, su forma de vestir, de comportarse ante los demás; en definitiva tal y como las personas juzgamos a nuestros semejantes sin necesidad de tumbarlas en un diván escrutando sus más recónditos pensamientos.
Maupassant también es un experto en sacar provecho de los sentidos del lector. El olfato, el gusto, el oído, el tacto y la vista, son excitados durante la lectura de cualquiera de sus cuentos. Esa particular característica dio lugar a que muchos lo incluyesen inmerso en el naturalismo científico de Zola, denominado en su época peyorativamente como “pornografía de los sentidos”; pero pronto el Maupassant zolesco se iría alejando progresivamente de la novela realista para acabar su vida escribiendo novela psicológica de ambientes mundanos y refinados, completamente distintos de los de su primera época en los que las prostitutas, mendigos, burgueses, funcionarios y gentes de muy variada ralea, eran objeto de su mirada más incisiva.
Quiroga tuvo una vida penosa, repleta de desgracias personales y un final más triste todavía con un cáncer de próstata que no fue capaz de soportar, arrebatándole a La Parca el placer de blandir su guadaña, quitándose la vida antes de que la enfermedad lo hiciese.
Maupassant también lo intentó, pero con menos éxito. La Guadaña de la Parca quiso ser un abrecartas de filo romo y La Muerte se vengó por haber sido desafiada, condenándolo a permanecer dieciocho meses internado en un manicomio completamente alienado, expuesto ante la morbosidad de sus contemporáneos como un monstruo de feria, antes de venir a buscarlo para ser sumergido en la nada. ¡Solo la muerte es cierta!, decía un Maupassant obsesionado y lleno de temores.
La comparativa entre Horacio Quiroga y Guy de Maupassant, haciendo uso de los parámetros de estilo y personalidad anteriormente expuestos, nos sugiere más diferencias que analogías.
Nada tienen pues de envidiable las vidas de ambos, y si hemos de situarlos según nuestra vara de medir entre los fatuos y los indigentes, estarían más bien inclinados hacia estos últimos. Indigencia del alma, pues ambos no sufrieron carencias fundamentales en su vida, pero estuvieron acosados por las desgracias familiares y toda su vida fue un permanente calvario. Esto los hace más afines y en su obra también se apreciará esa visión pesimista de la vida.
En una exposición sobre Maupassant, una estudiante de filología francesa me preguntó si existía alguna relación o influencia de El Horla, célebre cuento de Maupassant, en el cuento de Quiroga El almohadón de plumas.
En aquel momento no supe responderle porque, si bien había leído los cuentos de Quiroga, el tiempo transcurrido desde que eso sucedió había borrado de mis recuerdos el argumento de su relato.
Al retomar el cuento para dar una satisfacción a esa estudiante, cuya intervención fue para mí un estímulo, ya que denotaba interés en lo que había estado contando, descubrí con sorpresa una vez más la calidad como cuentista de Horacio Quiroga. Leí absorto y pudiera decirse que incluso me parecía estar leyendo algo nuevo. En absoluto me recordaba a Maupassant.
Diría que en nada se parecen los dos cuentos, exceptuando que ambos pueden tener una leve dosis de truculencia.
Advierto que si usted no ha leído alguno de ambos cuentos no siga leyendo el presente artículo. No consientan que les prive del placer que supone leer dos de los relatos que se cuentan entre los más importantes de la literatura universal, porque a continuación voy a desgranar sus argumentos y sus desenlaces para tratar de analizarlos, y aunque lo haré sucintamente, no por ello dejo de destruir el elemento sorpresa, crucial en cualquier caso.
Advierto que si usted no ha leído alguno de ambos cuentos no siga leyendo el presente artículo. No consientan que les prive del placer que supone leer dos de los relatos que se cuentan entre los más importantes de la literatura universal, porque a continuación voy a desgranar sus argumentos y sus desenlaces para tratar de analizarlos, y aunque lo haré sucintamente, no por ello dejo de destruir el elemento sorpresa, crucial en cualquier caso.
El Horla es un relato largo (ocupa unas 30 páginas), y puede decirse sin ánimo de ser ventajista por el triste final de su autor, que puede resultar algo autobiográfico. Maupassant padecía obsesiones y delirios porque abusaba de sustancias que le producían estados alterados de conciencia, sumiéndolo en ensueños irracionales. Estas drogas actuaban de forma disímil, según el momento, pero casi siempre sus efectos se manifestaban en forma de delirios y alucinaciones que si bien él trataba de racionalizar, no por ello dejaban de atemorizarle.
El Horla probablemente haya sido escrito bajo el recuerdo de esos delirios y alucinaciones, o bajo los efectos de alguna droga estimulante, aunque se trata de un cuento narrado con toda la cordura del genio y capacidad intelectual todavía indemne de Maupassant, aunque ya estuviese latente en él el treponema que lo sumiría en la más completa oscuridad.
El Horla es más intenso que El almohadón de plumas. Hay varias razones que llevan a esta conclusión.
El Horla está contado en primera persona, a modo de diario, lo que le confiere más fuerza dramática, toda vez que es el protagonista el que expone sus temores, sospechas y finalmente toda la angustia que el miedo ante lo desconocido puede llegar a producir. El miedo a lo desconocido es el peor de los miedos. Mientras que el cuento de Quiroga está narrado en tercera persona, lo que inconscientemente lo convierte en algo más ajeno al lector.
Debido a su extensión, en El Horla el autor da rienda suelta a las obsesiones que toda su vida lo han acosado y la narración discurre de un modo lineal y progresivo; es un desarrollo in crescendo porque tiene tiempo y espacio para ello. Esto genera una intriga en el lector del que carece el cuento de Quiroga.
El almohadón de plumas es breve (5 páginas) y por tanto en tan poco espacio el desarrollo es más lineal; solo el terror surge en el último párrafo cuando el almohadón es abierto por Jordán. Sin embargo abunda más en la psicología de los personajes que Maupassant. Quiroga ya nos introduce desde el primer momento a una mujer frágil, propensa a los estados de ánimo depresivos porque su marido, pese a quererla, no es muy pródigo en manifestar su cariño. Esto hace que nos vaya llevando con naturalidad hacia la enfermedad de ella, como si estuviese enferma de melancolía y fuese este sentimiento el que la va consumiendo postrada en cama, mientras los médicos diagnostican una anemia galopante y con pocas esperanzas de curación. Todo muy racional. Todo lo contrario que Maupassant en el que lo que sucede a su protagonista parece una locura, algo increíble, pero no nos informa de posibles antecedentes que hicieran pensar en una probable locura, ya que nos presenta a una persona saludable y llena de vitalidad que poco a poco se irá consumiendo. La presencia del objeto del miedo está ya en las primeras líneas del largo relato y va tomando forma en la mente del lector como algo tan horrorosamente sutil que incluso al final del cuento no puede ni siquiera saberse de que se trata. Mientras que el horror de Quiroga tiene forma de ácaro gigante y es en la última línea donde el lector tiene una sensación de repulsión por la presencia de un arácnido descrito de modo tal que ese rechazo va acompañado de auténtico pavor. La escena clave es cuando se percatan de que el peso del almohadón de plumas es en exceso anormal y desgarran su funda:
(…) entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca…
Mientras que El Horla no se muestra nunca. Es un ente invisible que incluso puede ser una creación de la mente enfermiza de su protagonista si no fuese por todas las pruebas de su existencia que el aterrorizado hombre va aportando a lo largo del cuento.
Particularmente El Horla no es el cuento de Maupassant que más me gusta. No soy muy devoto del cuento fantástico y de terror en general y eso tal vez me haga ser parcial; incluso diría que hoy en día, El Horla sería considerado un cuento de ciencia ficción, porque en su desenlace se deja entrever que se trata de un ser llegado de otro mundo el que irrumpe en la vida del hombre al que pretende sustituir, extrapolando esa conquista a toda la especie humana. Salvando las distancias, un desenlace típico de una invasión extraterrestre de las revistas pulp de los 70.
Sin embargo para los estudiosos de Maupassant es un relato paradigmático por lo apuntado anteriormente, tanto en cuanto revela unas fobias y obsesiones que el propio Maupassant padeció en vida. Incluso muchos ven en ese cuento una prueba de su ulterior locura, pero yo, insisto, considero que esto es un juicio ligero y sobre todo ventajista.
En resumen, nos encontramos ante dos cuentos diferentes.
No descarto en absoluto que Maupassant haya influido en Quiroga, es más, estoy convencido de ello. No obstante, no he leído toda la narrativa de Quiroga para poder emitir un juicio con suficientes argumentos, pero la lectura del primer mandamiento de su Decálogo, puede inducirme a esa deducción.
Desde luego en El almohadón de plumas no encuentro semejanzas de ningún tipo con El Horla.
Así pues, agradezco mucho la intervención de esa amable estudiante que, al igual que sus compañero/as, tuvo la santa paciencia de aguantar mi charla durante dos horas y me planteó una pregunta que me permitió volver a leer una antología de relatos que ya tenía olvidada y con la que disfruté como no hacía tiempo.
Dedico este artículo a ella y a sus compañero/as que asistieron a mi disertación sobre Maupassant en la Facultad de Filología de Santiago el 25 de marzo de 2011.
¡Gracias por vuestra presencia!
José Manuel Ramos González
Pontevedra, 27 de marzo de 2011