domingo, 8 de marzo de 2015

La oscuridad (relato)

Dicen que cuando alguien se enfrenta a la muerte, ve pasar ante sí la película de su vida, condensada en unos segundos, antes de entrar en el oscuro túnel donde la conciencia se desvanece. Muchos psiquiatras y otros estudiosos han tratado de explicar este curiosa fenómeno, justificando el proceso como una reacción de la mente ante un hecho traumático, una defensa de la psique ante una amenaza.
¿En realidad qué pasa en el interior de estas personas ante situaciones límite?

Se despertó relajada, pero muy somnolienta. Los párpados parecían pesarle una tonelada por lo que no se esforzó en intentar abrirlos. Sentía una paz interior indolora, sin embargo su sentido del olfato parecía no estar aletargado y le olía a lejía. La lasitud de su cuerpo dio paso a un pequeño movimiento espasmódico de sus miembros. Hacía frío. Esa frigidez estaba comenzando a atenazarla y los temblores iniciaban la distensión de sus músculos hasta ese momento inertes.
Hizo un nuevo intento para abrir los ojos, y, sobreponiéndose a la pereza, logró entreabrirlos, pero no vio absolutamente nada porque la oscuridad era más negra que la intensidad de cualquier color negro que podía recordar. Sin embargo el olor era penetrante.
Intentó recordar quien era y donde estaba, pero su mente se resistía al igual que lo habían hecho sus párpados. Hizo un acopio de voluntad para tratar de rememorar su reciente pasado y el esfuerzo fue recompensado con el recuerdo de su enfermedad: Una parálisis progresiva que la había tenido postrada en una cama, casi en estado vegetativo durante años. Recordaba que escuchaba lo que la rodeaba, la voz de sus familiares, sus caras, sus visitas. Luego las visitas se habían hecho cada vez más esporádicas. Por último, el abandono, la soledad de días y días sin que nadie fuese a visitarla a aquel sórdido hospital donde las enfermeras la ignoraban, mientras pedía auxilio a gritos; gritos que solo ella podía escuchar en el interior de su cerebro, pero que no trascendían en ondas acústicas que pudieran ser percibidas por los demás. Comenzó a recordar los inicios de su enfermedad y como de pronto se encontró en aquel hospital sin poder moverse, sin poder hablar, sin poder manifestar sus sentimientos ni expresar todo el horror que sentía. De vez en cuando una lágrima fluía desde su lacrimal hasta el mentón, cayendo pesadamente sobre la sábana, pero solamente era un proceso fisiológico ya que cuando quería llorar – y era la mayor parte del tiempo–, las lágrimas no afloraban. Solo su mente estaba activa, lamentablemente alerta y activa, para ser consciente del estado en el que se encontraba. Esa era su condena.
Deseó morir muchas veces. La mayor parte del tiempo se lo pedía a Dios, pero hacía tiempo que había dejado de creer que Dios tuviera algo que ver en su situación. Quiso acabar con aquello durante mucho tiempo, hasta que se rindió a la evidencia. Sus padres no la desconectarían jamás de la máquina que la mantenía con vida, nunca le arrancarían el cordón umbilical mecánico que la unía a aquel artilugio que hacía funcionar su cuerpo inerte, que la hacía respirar artificialmente y que estimulaba su corazón para que latiese hasta que el músculo se deteriorase por el uso. Su familia era rica y no tendrían problemas para mantenerla durante años al cuidado de esa institución médica que la conservaba como un jarrón en una habitación al que hay que cambiar el agua cada dos días. La férrea educación católica de su madre jamás permitiría que rompiesen el vínculo sagrado que la aferraba a la vida, lo cual no dejaba de ser un claro rasgo de egoísmo por parte de su madre que permitía que su hija permaneciese en ese infierno, tan solo para no transgredir su fe.

Recordó haber leído en una ocasión, que cuando alguien se enfrenta a la muerte ve pasar ante sí toda la película de su vida condensada en unos segundos. Y en efecto, veía su vida pasar ante sí, pero no en segundos, sino durante muchos días, meses, años… Tenía tiempo, mucho tiempo, y lo único que podía recordar era  precisamente su vida antes de su debacle física… Intentaba dirigir sus recuerdos hacia los pocos momentos felices de su infancia para olvidar por unos instantes su pavorosa realidad.
Después de volver en sí, sospechó que acababa de salir de un profundo sueño. Era extraño, porque normalmente su mente descansaba poco y su sueño era muy liviano y corto. Dormía a intervalos muy cortos durante todo el día, porque ya había perdido el concepto del tiempo. Vivía en un mundo atemporal, los segundos se confundían con los minutos, los meses con los años, y todo su espacio vital se reducía al techo de la habitación con la tenue lámpara que se mantenía encendida cuando alguien accedía a la habitación y era apagada cuando salía. Pero su vista, tanto tiempo fija, se había acostumbrado a la oscuridad, por lo que ahora le sorprendía esa negrura como un manto, como una venda negra sobre sus ojos.
El olor a lejía se hacía cada vez más intenso. Sin saber porque, relacionó el olor con los días de invierno, y pensó en la tierra mojada después de llover. Aquel olor le resultaba casi una fragancia, pero ahora era de una intensidad tan brutal que le producía nauseas. El silencio no era normal. Su oído se había desarrollado en tantos años de inactividad física que podía escuchar zumbar un insecto en la habitación contigua o los pasos de las enfermeras en los pisos inferiores del hospital durante las rondas nocturnas. Ahora no escuchaba absolutamente nada. Silencio absoluto.
Notó algo que se deslizaba por su mejilla. Era un objeto frío que se arrastró por su cara hasta introducirse en su boca. Al contacto con la lengua supo que se trataba de algo delgado y duro con sabor a plástico. Temió que fuera algún insecto – no sería la primera vez – y la invadió una sensación de asco y repulsión. Su desconcierto iba en aumento, no obstante comenzó a relacionar la penetrante oscuridad, el silencio, la evocación de la tierra mojada, el bicho… cuando en su mente irrumpió una idea como un mazazo: ¡Estaba enterrada viva!
No sabía que pensar, al fin y al cabo su situación actual poco difería de la que había padecido los últimos diez años: inmóvil, sin poder hablar, solo sufrir y padecer. Esta idea mitigó el impacto de su descubrimiento, y poco a poco se tranquilizó. ¿Acaso no había logrado lo que había deseado hacía tanto tiempo? Morir. Si la habían enterrado moriría de hipotermia o inanición. Solo tendría que esperar, pero estaba acostumbrada… Ahora tocaba prepararse para la muerte que llegaría como una liberación. Por fin todo iba a acabar.
Estaba convencida del fin de sus males de que el merecido descanso llegaría, pero su mente no le permitía descansar, y de pronto pensó que si era consciente de que estaba enterrada y al mismo tiempo estaba viva, no necesitaba la máquina de respiración artificial. La habían enterrado viva y sin embargo podía respirar por sí misma. No era posible. ¿Y si se estaba recuperando? Por un momento el instinto de conservación se hizo presente y pensó que era una triste paradoja, una ironía cruel, lo que le estaba sucediendo.  Pero el deseo de acabar con su sufrimiento primaba sobre todo lo demás y el fugaz pensamiento de una posible curación se diluyó en la esperanza de que aquello por fin dejase de atormentarla.
  Y cuando ya estaba entregada y en paz, escuchó una voz que pronunciaba su nombre. Al principio lejana, pero que se acercaba cada vez más. Pensó que su mente seguía desvirtuando la realidad, pero la voz era persistente y le conminaba a despertar.
Una luz cegadora surgió ante sí, y cuando sus ojos pudieron acostumbrarse a ella, vio una cabeza sin boca y sin nariz. Unos ojos, enmarcados por un óvalo cubierto con una tela verde, la observaban con mirada indiferente… El fantasmagórico rostro despareció de su fondo de visión y al cabo de un instante escuchó:
«Ha abierto los ojos. Enhorabuena, caballeros, la operación ha sido un éxito. Hemos logrado extraerle el tumor. A esta joven todavía le quedan muchos años de vida.»
Fue entonces cuando vio pasar ante sí la película de su vida, condensada en unos segundos, incluyendo la secuencia de los últimos diez años, sabiendo horrorizada que a esa película todavía le quedaba mucho metraje para finalizar.

 José M. Ramos González. Pontevedra, 26 de febrero de 2015.

El barbero (relato)


¿Quién me afeitará a mí si soy el único barbero de la ciudad que afeitará a todos aquellos que no se afeiten a sí mismos?
“Paradoja del barbero”. Bertrand Russell.


El forastero llegó conduciendo un Cadillac rojo chillón. En la parrilla de ventilación tenía encastrada una calavera de toro con dos enormes cuernos que le daban un toque country realmente espantoso y de mal gusto.
Estacionó aquel endriago mecánico en la avenida principal del pueblo, al lado de una boca de incendios, trasgrediendo toda norma cívica. Lo primero que asomó por la puerta del automóvil fueron unas botas de vaquero repujadas en cuero, con unos arabescos de lo más florido, botas de auténtico cowboy urbano. Detrás de las botas, y sobre unas piernas cubiertas por unos tejanos, se atisbó un prominente vientre, un vientre que sobresalía por encima de un cinturón con una gran hebilla, cuya presión sobre la parte inferior del abdomen hacía que aquella monumental masa de carne y grasa, al sentirse oprimida, pugnase por salir hacia delante en forma de colgajo oscilante a cada movimiento de su propietario. Un rostro rubicundo y satisfecho, barba rala de cuatro o cinco días, camisa a cuadros abrochada hasta el cuello, corbatín de lazo oscuro y todo el conjunto coronado por un sombrero tejano a juego, daban al individuo la apariencia del nuevo rico, del que hizo fortuna rápida sin cuestionarse los medios en conseguirla.
Una vez en la polvorienta calle, el hombre miró en derredor suyo con un gesto que denotaba desagrado hacia lo que veía. Se quitó el sombrero y llevó un pañuelo a la frente para secarse el sudor que, debido  al calor del mediodía y a su propia obesidad, le  caía a chorros.
Pleno de autosuficiencia, observó el letrero giratorio de bandas rojas y blancas que publicitaba la presencia de una barbería y recordó que llevaba casi una semana sin afeitarse. Se encaminó pesadamente hacia el establecimiento con la intención de darse un buen afeitado y al mismo tiempo tumbarse un poco a la sombra, pues el viaje y el calor lo habían agotado.
Cuando entró, la campanilla situada encima de la puerta produjo un tintineo advirtiendo su llegada. En el local no había clientes. El barbero, un hombre bajito, delgado, con la bata blanca, de un blanco reluciente, lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y lo saludó dándole las buenas tardes.
El hombre grueso, aliviado por encontrarse en un lugar a la sombra, se quitó el sombrero, lo agitó ante su cara a modo de abanico durante unos segundos, y lo colgó en un perchero de pie situado a la entrada; se colocó bajo el ventilador que se encontraba anclado en el techo y cuyas aspas giraban provocando un agradable viento que refrescaba el ambiente del local. Allí se quedó inmóvil durante unos instantes mirando fijamente el aparato y secándose todavía el sudor de su frente. Manteniendo una actitud de desdén, no respondió al saludo del barbero.
–¿Qué va a ser, señor? – preguntó solícito el barbero.
–¡Un afeitado!
–De inmediato, señor. Tome asiento, por favor.
El hombre se dejó caer sobre el sillón que se le ofrecía, hundiendo el acolchado, tapizado de cuero del asiento, bajo su peso. El barbero, diligente, apoyó su pie sobre el pedal que activaba el mecanismo del reposacabezas y levantó esta a la altura de la nuca del cliente, luego inclinó el respaldo accionando la palanca correspondiente hasta dejarlo semitumbado, con una inclinación de unos cuarenta grados aproximadamente. A continuación le colocó un mandil sobre el pecho, tan blanco y limpio como su bata, y se lo ajustó introduciéndole dos esquinas por el cuello de la camisa.
Mientras el barbero afilaba la navaja de afeitar en una tensa tira de cuero, comenzó su cháchara habitual:
–¿No es usted de aquí, verdad?
Pese a no tener ganas de hablar, el forastero respondió:
–Sí lo soy, pero hace tiempo que me he ido.
El barbero se sorprendió, pues conocía a todos los habitantes de aquel pequeño pueblo. Incluso a los que se habían ido tiempo ha, pues había cortado el pelo y afeitado ya a dos generaciones de ciudadanos. Pero no recordaba a aquel tejano que aparentaba rebosar dinero y salud. Probablemente hubiese cambiado mucho físicamente con el transcurso de los años. Por otra parte, le aguijoneó la curiosidad cuando se percató de que el hombre debía tener más o menos su edad. Tal vez se hubiesen conocido en su juventud.
El hombre, con la cara llena de espuma se sentía levemente amodorrado. El calor que había pasado durante el viaje por carreteras que cruzaban el desierto, lo habían agotado, y el frescor de la sombra de la barbería, al igual que la caricia de la espuma sobre su rostro, lo habían relajado hasta el punto de caer en una brumosa y relajante inconsciencia.
Pero el barbero, cada vez más curioso, proseguía con su interrogatorio:
–Y dígame, señor, ¿cuántos años hace que se fue del pueblo?
En susurros, el hombre respondió:
–Unos veinte años. Me fui de este pueblo muerto que nada ofrecía a un muchacho ambicioso como yo.
–Veo que le ha ido bien, señor.
–No me quejo.
–¿Y qué le trae por aquí?
–Mis padres han muerto y vengo a arreglar los papeles de la herencia…
–Caramba… lo siento.
Mientras tanto, el barbero comenzó a rasurar con suavidad la cara del hombre, pasando con rapidez, pero al mismo tiempo con eficacia y seguridad, la afilada hoja de la navaja desde la parte superior de la manzana de Adán, – invisible debido a un cuello en exceso carnoso–, hasta el mentón, a contrapelo del nacimiento de la raíz del vello, dejando un surco en la piel del hombre como una máquina quitanieves lo haría en una carretera un día de copiosa nevada. Un surco de piel sin pelo, como la piel de un recién nacido, fresca y brillante. A continuación, con un movimiento mecánico, casi sin ser consciente de ello, dirigió la hoja de la navaja, oculta por una montaña de nívea crema, hacia el lavabo que estaba situado frente al cliente, la introdujo en él y abrió el grifo del agua fría. Salió un chorro a presión que dispersó la crema de afeitar al mismo tiempo que la consumía, haciéndola desaparecer por el desagüe de la pieza de porcelana.  El barbero aprovechó ese instante para mirar en el espejo su trabajo. Un trabajo de profesional, un afeitado apurado, el mejor afeitado que se hacía en el pueblo. No en vano era el único profesional del sector y no tenía competencia. Luego arrojó una rápida mirada a su reflejo para comprobar que todo estaba en orden: su bata blanca sin mácula, los bolígrafos de colores perfectamente alineados en el bolsillo; bolígrafos que solo le servían de adorno, pues no recordaba la última vez que los había utilizado; el pañuelo alrededor del cuello, disimulando una vieja herida. Su rostro cetrino y curtido, dejaba ver las arrugas producidas por el paso de los años y tal vez por algún suceso acaecido en su vida que lo había herido en lo más profundo… Pero lo que destacaba sobre todo era su extrema delgadez y fragilidad, como una caña de bambú a punto de quebrarse al menor soplo de viento.
–Bueno, señor… ¿y quiénes eran sus padres?
–Los Blackwood. Vivían en un rancho a dos kilómetros de aquí. Precisamente voy a hacerme cargo de la hacienda…
El barbero detuvo una décima de segundo la hoja de afeitar en el cuello del hombre. Fue una detención tan imperceptible que este no se percató.
–¿Los Blackwood?... Recuerdo al viejo Blackwood. Tenían un hijo, un tal James. Compartimos clase siendo adolescentes… Era muy popular… todo el mundo le llamaba Jimmy. Hace años que no sé de él… ¿No me diga que…?
–Amigo, lo tiene sentado en su barbería.
–¿James?... Digo… ¿Jimmy?... No es posible… ¿Cómo has cambiado?
–Los años, los kilos, la ropa… yo que sé.
–Pero ahora que te veo te reconozco. Ya lo creo que has cambiado. Además no se te esperaba… ¡Caray!... Jimmy… Veo que tú tampoco me recuerdas…
El barbero parecía disfrutar con el descubrimiento. Realmente se le veía alegre, su rostro, antes impersonal y serio, se mudó en un gesto de agradable sorpresa. Mostraba sus dientes en una sonrisa perpetua, y su conversación seria y pausada se tornó más alegre y atropellada por la emoción de reencontrarse con un antiguo compañero de estudios. El cliente, todavía amodorrado en el sillón, no pudo ver el brillo malicioso que de pronto surgió en las pupilas del barbero ante tal revelación.
–La verdad que no, amigo. Si me das alguna pista que haga activar esta mala memoria mía, tal vez lo logre.
–¿Recuerdas a John Logan? ¿Te suena de algo?
–¿Logan?... Lo siento, amigo… No me suena.
–¿Y si te digo que le llamaban Mierdecilla?
–¿Mierdecilla?
–Sí, Mierdecilla… ¡Ahí va el Mierdecilla, ja, ja, ja…¡qué mal huele!... ¡vamos a empapelarlo con papel higiénico!… ¡Vamos a meterle la cara en el retrete que es el lugar que le corresponde!… Joder, Jimmy, cuántas veces estuve a punto de ahogarme en los meados de los chicos.
El hombre se puso tenso. Recordaba, ¿cómo no iba a recordar a aquel chaval que era el hazmerreír del colegio?... ¡Mierdecilla!... el friki del que se reían las chicas y que era objeto de las chanzas de los muchachos… Y él lideraba el grupo acosador… él era el verdugo, el que más lo humillaba, el que más lo zahería… Iba recordando… En una ocasión lo habían pillado entre tres y lo arrojaron sobre un montón de estiércol de caballo hasta que el pobre muchacho casi había echado los hígados vomitando durante una hora.
No quería seguir pensando más en aquello. Solamente sabía que ahora Mierdecilla tenía una navaja de afeitar, afilada como una espada samurái, sobre su cuello, y no sabía si era aprensión o no, pero parecía que la presión sobre la piel había aumentado.
Comenzó a sudar de nuevo, pero ahora se trataba de un sudor frío. El estómago le dio un vuelco y un líquido amargo le subió a la garganta.
–Caramba Logan… Lo siento… Los chavales a veces son jodidamente crueles… No sé qué decir… Me has dejado sin palabras… Claro que te recuerdo…
De pronto, el tono de voz del barbero pasó de ser alegre y dicharachera a ser grave e imponente, casi hablaba a gritos:
–¿Recuerdas el día que me arrojasteis entre los excrementos de las cuadras de la granja del Sr. Peabody? ¿Y no me permitisteis salir de allí hasta que casi se me sale el estómago debido a las arcadas?... No, no querrás recordarlo… Llegué a casa, y mi padre, borracho como siempre, me dio una buena paliza ante la timorata mirada de mi madre. No era la primera vez, pero en esa ocasión, entre golpe y golpe,  me gritaba que era un cobarde, que no sabía defenderme, que era un inútil… un mierdecilla. Dijo la palabra clave, y yo, en mi inocencia de adolescente traumatizado, me lo creí y viví con ese estigma durante muchos años. Cuando te fuiste conservé ese alias en el pueblo, y los chicos todavía me seguían llamando así… No había lugar donde pudiera esconderme. Pero eso se acabó.
El hombre sudaba cada vez más. La navaja se deslizaba sobre su carne con más intensidad, casi dolía.
–Me alegro mucho Logan de que todo aquello haya quedado atrás.
–¿Quedado atrás? Maldita sea, Jimmy… Tú y tus amigos me destrozasteis la vida…Y tú eras el instigador, el que dirigía el cotarro, el de las ideas brillantes, el líder del grupo que me hizo ser quien soy hoy.
–Bueno… mejor es que me vaya…
–No, no, no… Todavía no he acabado. Falta que te afeite un lado de la cara… ¿Quieres que te alinee las patillas?... ¿Sabes porque me hice barbero, Jimmy?
–¿Por qué, Logan?
–Para que los muchachos del pueblo dejaran de llamarme Mierdecilla…ja, ja, ja…¿Te lo puedes creer?... Y a fe mía que lo conseguí, ya te imaginas la razón. Soy el único barbero del pueblo y la mayoría de los hombres de por aquí son demasiado zoquetes o perezosos para afeitarse a sí mismos.
Jimmy tenía empapada la camisa y su nerviosismo era creciente.
–Eran cosas de chicos, Logan. Unos irresponsables e inconscientes…
–¿Sabes que no me he casado? ¿Quién iba a querer a un mojón?
–Lo siento, Logan. ¿Qué pretendes hacer?
La voz del barbero se fue haciendo más tranquila, pero con un deje manifiesto de ironía:
–Afeitarte, Jimmy… afeitarte… No te imaginas las veces que soñé con este momento.
–¡Dios Santo, Logan! ¿No estarás pensando…?
–Nunca te preocupó lo que pensaba cuando me metíais la cabeza en el retrete de los baños de los chicos… ¿Por qué has de preocuparte ahora?
–Porque somos adultos y responsables.
–Gracias a Dios que es así, porque eso es precisamente lo que me permite hacer esto. Soy adulto y responsable de mis actos y te tengo a mi merced por primera vez en mi vida.
–¡Te lo suplico, Logan!
–¿Me lo suplicas? Sabe Dios cuántas veces te supliqué yo a ti, y cuantas más súplicas te prodigaba, más me torturabas, Jimmy.
–Teníamos quince años.
–¡No me vuelvas a repetir esa mierda de la edad! ¡Sabías lo que hacías!
El barbero afeitaba mientras hablaba, y cuando tenía necesidad de retirar la navaja para limpiar la espuma sobrante, lo hacía con un movimiento tan rápido que era imposible que Jimmy hiciese cualquier movimiento evasivo.
Estaba a punto de finalizar el afeitado. El frescor de la espuma en la cara contrastaba con el calor que emanaba del cuerpo de Jimmy, donde el copioso sudor estaba descomponiéndolo. Podía notar que su cuerpo había perdido tres litros de líquido durante esa breve conversación. Se sentía como un reo subiendo al cadalso sin posibilidad de redención.
–Jimmy… te lo vuelvo a preguntar… ¿quieres que te recorte las patillas o no, maldito cabrón?
Ante el insulto recibido a bocajarro, Jimmy supo que estaba a punto de morir y comenzó a gemir.
–¡Por Dios!... ¡no me mates!...
Un olor a excrementos surgió de pronto en la barbería y un chorro de orines se desplegó en una mancha creciente en los pantalones de Jimmy…
–Vaya, vaya… Jimmy… no me digas que te has cagado…¡Qué bonita ironía! ¿verdad?  ¿Quién es ahora el Mierdecilla, Jimmy?
–¡No me mates!… ¡Perdóname  por lo que te hice!...
–Bueno Jimmy… veo que no quieres que te corte las patillas. Tampoco vas a necesitar loción de afeitado. Con ese olor que despides, la loción sería como ponerle una guinda a un pastel de mierda… ¡Vete! y si tienes en estima tu vida no vuelvas a pisar este pueblo o tendrías que dejarte crecer la barba… ja, ja, ja… porque con esos dedos que parecen salchichas, me da la impresión de que eres uno de esos zotes  que cuando se afeitan dejan la cara como si se la hubiese acariciado un puma… ja, ja, ja.
Temblando de miedo, y creyendo que la navaja iba a deslizarse por su cuello de un momento a otro, Jimmy se levantó a duras penas, sollozando. Salió a la calle y, casi a tientas, alcanzó el Cadillac.

 La gente del pueblo vio como un Cadillac rojo chillón, con las ventanillas abiertas y la calavera de toro con los cuernos en la parrilla de la ventilación, circulaba por la avenida principal. A su paso quedaba en el ambiente un tufo a excrementos que la gente achacó a un problema en el alcantarillado.  

José M. Ramos González. Pontevedra, 26 de febrero de 2015.

domingo, 1 de marzo de 2015

El cura (relato)

Entró en la sacristía y se quitó la casulla con la que había oficiado la misa de la tarde. Una feligresa lo interrumpió para comprar una misa por sus difuntos.  La despachó con rapidez, después de haberle cobrado por adelantado una generosa suma. Sus misas eran más caras que las de las parroquias limítrofes. Algunos vecinos recalcitrantes ya habían presentado más de una queja ante el obispo, pero como era un regular pagador del diezmo que el obispado se llevaba por los oficios religiosos, los jerarcas de la alta institución eclesiástica habían hecho la vista gorda.
Cuando estuvo seguro de que la iglesia había quedado vacía, salió presuroso al altar para comprobar que no se encontraba ninguna anciana rezagada rezando el rosario. Odiaba a las ancianas porque éstas, viendo próxima su muerte, lo consideraban un agente de Dios, el único autorizado a interceder por la salvación de sus almas. Se veía obligado a confesarlas casi a diario y ya se sabía de memoria la monótona y repetitiva cháchara de esas mujeres que nunca pecaban, pero que aún así querían confesar a todo trance, porque el cielo hay que ganárselo día a día, según decían. A veces se quedaba dormido en el confesionario, mientras la penitente debía llamarlo varias veces para que la absolviera, lo cual hacía de forma automática, sin pensar, tan solo para librarse cuanto antes de tan tediosa tarea.
Miró los bancos alineados y al no ver a nadie se volvió al sagrario, abrió la pequeña puerta que estaba cubierta por una cortinilla bordada y tomó el cáliz. En un pequeño armario del retablo principal,  cuya puertezuela estaba disimulada con unos relieves de querubines que parecían formar parte del conjunto artístico, cogió una botella de vino. Vertió el cristalino y rojo licor en el cáliz y se lo llevó a los labios con avidez, con el ansia del sediento tras larga jornada sin beber. Repitió la acción, y, cuando ya había vaciado los tres cuartos de la botella, dejó el cáliz en el sagrario sin limpiarlo siquiera, llevándose la botella a la boca para engullir de un trago el cuarto restante.
Con la botella vacía en la mano dio la espalda al sagrario y, sin hacer la respetuosa genuflexión ante el Cristo crucificado que presidía el retablo, se dirigió de nuevo a la sacristía arrastrando los pies, mareado y notando como la embriaguez comenzaba a invadirlo. Aquella sensación de éxtasis que el alcohol le producía era lo mejor que el día le deparaba.
Se tumbó a lo largo sobre el sofá de la sacristía que crujió bajo su peso y llevó sus pensamientos lejos, cuando era joven, recién salido del Seminario. Como descubrió los placeres de la vida cuando salió de aquel recinto de mojigatería. Lo rápido que las tentaciones materiales habían destruido la aquella fe ilusoria y bobalicona que le habían inculcado unos profesores viciosos e indolentes. Ahora comprendía muchas de las actitudes que, en su inocencia, le habían pasado desapercibidas. Aquellas manifestaciones de cariño, aquellas caricias, las sonrisas lascivas que le prodigaban algunos de los próceres del Seminario. Se había convertido en uno de ellos.
Bebía a escondidas el vino de las misas, y, cuando consagraba la hostia, a veces lo hacía solo con agua, pues la jarra que debía contener la sangre de Cristo estaba vacía porque ya había dado buena cuenta de ella con anterioridad. Se apoderaba de él la lujuria cuando confesaba a una mujer joven y, bajo la máscara del sacerdote preocupado por la salvación del alma de la arrepentida, quería conocer los más ínfimos detalles del pecado relatado. Tal era su deleite que, en el paroxismo de la lascivia, preguntaba a la mujer si no había realizado tal o cual acto pecaminoso que esta ni se podía imaginar, excitándose con el rubor que provocaba en sus confesantes.
Un día, después de una confesión especialmente sugerente, se dirigió a un club de carretera que se encontraba alejado muchos kilómetros de distancia de su parroquia. Se aseguró que no era reconocido y pagó por yacer con una de las mujeres que allí trabajaba. Fue toda una revelación, y desde ese día repetía con relativa asiduidad, tratando de no ser sorprendido y, cuando en una ocasión alguien lo reconoció, se justificó manifestando que realizaba su trabajo de catecúmeno entre las prostitutas de la comarca. Pero ya le precedía cierta fama de díscolo y en el pueblo comenzaron a circular los rumores. Pero no tenían pruebas y él continuaba realizando sus labores pastorales, por lo que desde el obispado nada se le podía reprochar.
Seguía sumido en sus reflexiones bajo la niebla vaporosa de su borrachera, cuando escuchó un ruido que delataba la presencia de alguien en la iglesia. Se dijo que sería una anciana que quería confesar o algún feligrés que venía a pedirle a Dios algún favor y siguió en su estado de abatimiento alcohólico. Pero el ruido se hacía intenso, parecían estar golpeando algo con precipitación… Se levantó de mala gana, su humor se agrió y vacilando se encaminó hacia la puerta de la sacristía para observar que estaba pasando.
Fue entonces cuando lo vio. Estaba intentando forzar el cepillo de las limosnas, que ese día todavía no había sido recogido. Su ira alcanzó extremos inimaginables y su borrachera se disipó cuando fue consciente de que le estaban robando. Su avaricia no se limitaba a cobrar misas a precios desorbitados, sino que era innata en él, formaba parte de su naturaleza rústica. De todos los pecados conocidos, el peor de todos era el robo a su patrimonio, el robo a su persona. El dinero era su “becerro de oro” y no iba a permitir que ultrajasen a su único dios verdadero, la única cosa en el mundo que le proporcionaba todos aquellos placeres que eran prometidos por sus colegas en el más allá. Él solo creía en el más acá, y aquel miserable quería robarle un ínfimo trozo de su cielo. Tomó un candelabro de metal, cuyas velas se habían consumido y se dirigió cauteloso, casi en actitud felina, hacia el ladrón.
Cuando estuvo a algunos pasos de él lo reconoció. Era un mendigo que deambulaba por el pueblo hacía años y que se dedicaba a pedir limosna en la puerta de la iglesia, pero jamás se había atrevido a profanar la casa de Dios.
Cuando las miradas de los dos hombres se encontraron, la del mendigo era el terror personificado en un cuerpo débil, enflaquecido por el hambre crónica, mientras que la de él, hombre fuerte, alto, con prominente vientre, como un de Goliat ante un David sin honda, era de rabia y odio incontenible. Le golpeó repetidas veces con el candelabro hasta que el mendigo cayó con sordo ruido sobre el suelo de madera de la iglesia, dejando correr las pocas monedas de centavo que había extraído del cepillo.
Cuando se agachó para comprobar si el hombrecillo seguía con vida, vio que no respiraba y no tenía pulso. Su experiencia con los muertos le dijo que el hombre había dejado de existir. No se inmutó, no pasó por él ni el menor atisbo de arrepentimiento ni desesperación. Creyó tener derecho a hacer lo que había hecho en justa proporción al pecado contra él cometido. Ni siquiera le aplicó la extremaunción.
Como era fuerte y vigoroso, envolvió el cadáver en una alfombra y como pesaba poco lo trasladó sin dificultad a la tapia del cementerio que lindaba con la iglesia. Cavó un profundo agujero y allí enterró a aquel hombrecillo anónimo al que nadie echaría de menos.
Satisfecho, pues había librado a la parroquia de un mendigo al mismo tiempo que disfrutaba de la venganza, volvió a la sacristía para tumbarse de nuevo y descansar de tan accidentada jornada. Al día siguiente tenía que oficiar un bautizo, una boda y una misa de aniversario. 

José Manuel Ramos González, Pontevedra, 25 de febrero de 2015.