domingo, 8 de marzo de 2015

El barbero (relato)


¿Quién me afeitará a mí si soy el único barbero de la ciudad que afeitará a todos aquellos que no se afeiten a sí mismos?
“Paradoja del barbero”. Bertrand Russell.


El forastero llegó conduciendo un Cadillac rojo chillón. En la parrilla de ventilación tenía encastrada una calavera de toro con dos enormes cuernos que le daban un toque country realmente espantoso y de mal gusto.
Estacionó aquel endriago mecánico en la avenida principal del pueblo, al lado de una boca de incendios, trasgrediendo toda norma cívica. Lo primero que asomó por la puerta del automóvil fueron unas botas de vaquero repujadas en cuero, con unos arabescos de lo más florido, botas de auténtico cowboy urbano. Detrás de las botas, y sobre unas piernas cubiertas por unos tejanos, se atisbó un prominente vientre, un vientre que sobresalía por encima de un cinturón con una gran hebilla, cuya presión sobre la parte inferior del abdomen hacía que aquella monumental masa de carne y grasa, al sentirse oprimida, pugnase por salir hacia delante en forma de colgajo oscilante a cada movimiento de su propietario. Un rostro rubicundo y satisfecho, barba rala de cuatro o cinco días, camisa a cuadros abrochada hasta el cuello, corbatín de lazo oscuro y todo el conjunto coronado por un sombrero tejano a juego, daban al individuo la apariencia del nuevo rico, del que hizo fortuna rápida sin cuestionarse los medios en conseguirla.
Una vez en la polvorienta calle, el hombre miró en derredor suyo con un gesto que denotaba desagrado hacia lo que veía. Se quitó el sombrero y llevó un pañuelo a la frente para secarse el sudor que, debido  al calor del mediodía y a su propia obesidad, le  caía a chorros.
Pleno de autosuficiencia, observó el letrero giratorio de bandas rojas y blancas que publicitaba la presencia de una barbería y recordó que llevaba casi una semana sin afeitarse. Se encaminó pesadamente hacia el establecimiento con la intención de darse un buen afeitado y al mismo tiempo tumbarse un poco a la sombra, pues el viaje y el calor lo habían agotado.
Cuando entró, la campanilla situada encima de la puerta produjo un tintineo advirtiendo su llegada. En el local no había clientes. El barbero, un hombre bajito, delgado, con la bata blanca, de un blanco reluciente, lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y lo saludó dándole las buenas tardes.
El hombre grueso, aliviado por encontrarse en un lugar a la sombra, se quitó el sombrero, lo agitó ante su cara a modo de abanico durante unos segundos, y lo colgó en un perchero de pie situado a la entrada; se colocó bajo el ventilador que se encontraba anclado en el techo y cuyas aspas giraban provocando un agradable viento que refrescaba el ambiente del local. Allí se quedó inmóvil durante unos instantes mirando fijamente el aparato y secándose todavía el sudor de su frente. Manteniendo una actitud de desdén, no respondió al saludo del barbero.
–¿Qué va a ser, señor? – preguntó solícito el barbero.
–¡Un afeitado!
–De inmediato, señor. Tome asiento, por favor.
El hombre se dejó caer sobre el sillón que se le ofrecía, hundiendo el acolchado, tapizado de cuero del asiento, bajo su peso. El barbero, diligente, apoyó su pie sobre el pedal que activaba el mecanismo del reposacabezas y levantó esta a la altura de la nuca del cliente, luego inclinó el respaldo accionando la palanca correspondiente hasta dejarlo semitumbado, con una inclinación de unos cuarenta grados aproximadamente. A continuación le colocó un mandil sobre el pecho, tan blanco y limpio como su bata, y se lo ajustó introduciéndole dos esquinas por el cuello de la camisa.
Mientras el barbero afilaba la navaja de afeitar en una tensa tira de cuero, comenzó su cháchara habitual:
–¿No es usted de aquí, verdad?
Pese a no tener ganas de hablar, el forastero respondió:
–Sí lo soy, pero hace tiempo que me he ido.
El barbero se sorprendió, pues conocía a todos los habitantes de aquel pequeño pueblo. Incluso a los que se habían ido tiempo ha, pues había cortado el pelo y afeitado ya a dos generaciones de ciudadanos. Pero no recordaba a aquel tejano que aparentaba rebosar dinero y salud. Probablemente hubiese cambiado mucho físicamente con el transcurso de los años. Por otra parte, le aguijoneó la curiosidad cuando se percató de que el hombre debía tener más o menos su edad. Tal vez se hubiesen conocido en su juventud.
El hombre, con la cara llena de espuma se sentía levemente amodorrado. El calor que había pasado durante el viaje por carreteras que cruzaban el desierto, lo habían agotado, y el frescor de la sombra de la barbería, al igual que la caricia de la espuma sobre su rostro, lo habían relajado hasta el punto de caer en una brumosa y relajante inconsciencia.
Pero el barbero, cada vez más curioso, proseguía con su interrogatorio:
–Y dígame, señor, ¿cuántos años hace que se fue del pueblo?
En susurros, el hombre respondió:
–Unos veinte años. Me fui de este pueblo muerto que nada ofrecía a un muchacho ambicioso como yo.
–Veo que le ha ido bien, señor.
–No me quejo.
–¿Y qué le trae por aquí?
–Mis padres han muerto y vengo a arreglar los papeles de la herencia…
–Caramba… lo siento.
Mientras tanto, el barbero comenzó a rasurar con suavidad la cara del hombre, pasando con rapidez, pero al mismo tiempo con eficacia y seguridad, la afilada hoja de la navaja desde la parte superior de la manzana de Adán, – invisible debido a un cuello en exceso carnoso–, hasta el mentón, a contrapelo del nacimiento de la raíz del vello, dejando un surco en la piel del hombre como una máquina quitanieves lo haría en una carretera un día de copiosa nevada. Un surco de piel sin pelo, como la piel de un recién nacido, fresca y brillante. A continuación, con un movimiento mecánico, casi sin ser consciente de ello, dirigió la hoja de la navaja, oculta por una montaña de nívea crema, hacia el lavabo que estaba situado frente al cliente, la introdujo en él y abrió el grifo del agua fría. Salió un chorro a presión que dispersó la crema de afeitar al mismo tiempo que la consumía, haciéndola desaparecer por el desagüe de la pieza de porcelana.  El barbero aprovechó ese instante para mirar en el espejo su trabajo. Un trabajo de profesional, un afeitado apurado, el mejor afeitado que se hacía en el pueblo. No en vano era el único profesional del sector y no tenía competencia. Luego arrojó una rápida mirada a su reflejo para comprobar que todo estaba en orden: su bata blanca sin mácula, los bolígrafos de colores perfectamente alineados en el bolsillo; bolígrafos que solo le servían de adorno, pues no recordaba la última vez que los había utilizado; el pañuelo alrededor del cuello, disimulando una vieja herida. Su rostro cetrino y curtido, dejaba ver las arrugas producidas por el paso de los años y tal vez por algún suceso acaecido en su vida que lo había herido en lo más profundo… Pero lo que destacaba sobre todo era su extrema delgadez y fragilidad, como una caña de bambú a punto de quebrarse al menor soplo de viento.
–Bueno, señor… ¿y quiénes eran sus padres?
–Los Blackwood. Vivían en un rancho a dos kilómetros de aquí. Precisamente voy a hacerme cargo de la hacienda…
El barbero detuvo una décima de segundo la hoja de afeitar en el cuello del hombre. Fue una detención tan imperceptible que este no se percató.
–¿Los Blackwood?... Recuerdo al viejo Blackwood. Tenían un hijo, un tal James. Compartimos clase siendo adolescentes… Era muy popular… todo el mundo le llamaba Jimmy. Hace años que no sé de él… ¿No me diga que…?
–Amigo, lo tiene sentado en su barbería.
–¿James?... Digo… ¿Jimmy?... No es posible… ¿Cómo has cambiado?
–Los años, los kilos, la ropa… yo que sé.
–Pero ahora que te veo te reconozco. Ya lo creo que has cambiado. Además no se te esperaba… ¡Caray!... Jimmy… Veo que tú tampoco me recuerdas…
El barbero parecía disfrutar con el descubrimiento. Realmente se le veía alegre, su rostro, antes impersonal y serio, se mudó en un gesto de agradable sorpresa. Mostraba sus dientes en una sonrisa perpetua, y su conversación seria y pausada se tornó más alegre y atropellada por la emoción de reencontrarse con un antiguo compañero de estudios. El cliente, todavía amodorrado en el sillón, no pudo ver el brillo malicioso que de pronto surgió en las pupilas del barbero ante tal revelación.
–La verdad que no, amigo. Si me das alguna pista que haga activar esta mala memoria mía, tal vez lo logre.
–¿Recuerdas a John Logan? ¿Te suena de algo?
–¿Logan?... Lo siento, amigo… No me suena.
–¿Y si te digo que le llamaban Mierdecilla?
–¿Mierdecilla?
–Sí, Mierdecilla… ¡Ahí va el Mierdecilla, ja, ja, ja…¡qué mal huele!... ¡vamos a empapelarlo con papel higiénico!… ¡Vamos a meterle la cara en el retrete que es el lugar que le corresponde!… Joder, Jimmy, cuántas veces estuve a punto de ahogarme en los meados de los chicos.
El hombre se puso tenso. Recordaba, ¿cómo no iba a recordar a aquel chaval que era el hazmerreír del colegio?... ¡Mierdecilla!... el friki del que se reían las chicas y que era objeto de las chanzas de los muchachos… Y él lideraba el grupo acosador… él era el verdugo, el que más lo humillaba, el que más lo zahería… Iba recordando… En una ocasión lo habían pillado entre tres y lo arrojaron sobre un montón de estiércol de caballo hasta que el pobre muchacho casi había echado los hígados vomitando durante una hora.
No quería seguir pensando más en aquello. Solamente sabía que ahora Mierdecilla tenía una navaja de afeitar, afilada como una espada samurái, sobre su cuello, y no sabía si era aprensión o no, pero parecía que la presión sobre la piel había aumentado.
Comenzó a sudar de nuevo, pero ahora se trataba de un sudor frío. El estómago le dio un vuelco y un líquido amargo le subió a la garganta.
–Caramba Logan… Lo siento… Los chavales a veces son jodidamente crueles… No sé qué decir… Me has dejado sin palabras… Claro que te recuerdo…
De pronto, el tono de voz del barbero pasó de ser alegre y dicharachera a ser grave e imponente, casi hablaba a gritos:
–¿Recuerdas el día que me arrojasteis entre los excrementos de las cuadras de la granja del Sr. Peabody? ¿Y no me permitisteis salir de allí hasta que casi se me sale el estómago debido a las arcadas?... No, no querrás recordarlo… Llegué a casa, y mi padre, borracho como siempre, me dio una buena paliza ante la timorata mirada de mi madre. No era la primera vez, pero en esa ocasión, entre golpe y golpe,  me gritaba que era un cobarde, que no sabía defenderme, que era un inútil… un mierdecilla. Dijo la palabra clave, y yo, en mi inocencia de adolescente traumatizado, me lo creí y viví con ese estigma durante muchos años. Cuando te fuiste conservé ese alias en el pueblo, y los chicos todavía me seguían llamando así… No había lugar donde pudiera esconderme. Pero eso se acabó.
El hombre sudaba cada vez más. La navaja se deslizaba sobre su carne con más intensidad, casi dolía.
–Me alegro mucho Logan de que todo aquello haya quedado atrás.
–¿Quedado atrás? Maldita sea, Jimmy… Tú y tus amigos me destrozasteis la vida…Y tú eras el instigador, el que dirigía el cotarro, el de las ideas brillantes, el líder del grupo que me hizo ser quien soy hoy.
–Bueno… mejor es que me vaya…
–No, no, no… Todavía no he acabado. Falta que te afeite un lado de la cara… ¿Quieres que te alinee las patillas?... ¿Sabes porque me hice barbero, Jimmy?
–¿Por qué, Logan?
–Para que los muchachos del pueblo dejaran de llamarme Mierdecilla…ja, ja, ja…¿Te lo puedes creer?... Y a fe mía que lo conseguí, ya te imaginas la razón. Soy el único barbero del pueblo y la mayoría de los hombres de por aquí son demasiado zoquetes o perezosos para afeitarse a sí mismos.
Jimmy tenía empapada la camisa y su nerviosismo era creciente.
–Eran cosas de chicos, Logan. Unos irresponsables e inconscientes…
–¿Sabes que no me he casado? ¿Quién iba a querer a un mojón?
–Lo siento, Logan. ¿Qué pretendes hacer?
La voz del barbero se fue haciendo más tranquila, pero con un deje manifiesto de ironía:
–Afeitarte, Jimmy… afeitarte… No te imaginas las veces que soñé con este momento.
–¡Dios Santo, Logan! ¿No estarás pensando…?
–Nunca te preocupó lo que pensaba cuando me metíais la cabeza en el retrete de los baños de los chicos… ¿Por qué has de preocuparte ahora?
–Porque somos adultos y responsables.
–Gracias a Dios que es así, porque eso es precisamente lo que me permite hacer esto. Soy adulto y responsable de mis actos y te tengo a mi merced por primera vez en mi vida.
–¡Te lo suplico, Logan!
–¿Me lo suplicas? Sabe Dios cuántas veces te supliqué yo a ti, y cuantas más súplicas te prodigaba, más me torturabas, Jimmy.
–Teníamos quince años.
–¡No me vuelvas a repetir esa mierda de la edad! ¡Sabías lo que hacías!
El barbero afeitaba mientras hablaba, y cuando tenía necesidad de retirar la navaja para limpiar la espuma sobrante, lo hacía con un movimiento tan rápido que era imposible que Jimmy hiciese cualquier movimiento evasivo.
Estaba a punto de finalizar el afeitado. El frescor de la espuma en la cara contrastaba con el calor que emanaba del cuerpo de Jimmy, donde el copioso sudor estaba descomponiéndolo. Podía notar que su cuerpo había perdido tres litros de líquido durante esa breve conversación. Se sentía como un reo subiendo al cadalso sin posibilidad de redención.
–Jimmy… te lo vuelvo a preguntar… ¿quieres que te recorte las patillas o no, maldito cabrón?
Ante el insulto recibido a bocajarro, Jimmy supo que estaba a punto de morir y comenzó a gemir.
–¡Por Dios!... ¡no me mates!...
Un olor a excrementos surgió de pronto en la barbería y un chorro de orines se desplegó en una mancha creciente en los pantalones de Jimmy…
–Vaya, vaya… Jimmy… no me digas que te has cagado…¡Qué bonita ironía! ¿verdad?  ¿Quién es ahora el Mierdecilla, Jimmy?
–¡No me mates!… ¡Perdóname  por lo que te hice!...
–Bueno Jimmy… veo que no quieres que te corte las patillas. Tampoco vas a necesitar loción de afeitado. Con ese olor que despides, la loción sería como ponerle una guinda a un pastel de mierda… ¡Vete! y si tienes en estima tu vida no vuelvas a pisar este pueblo o tendrías que dejarte crecer la barba… ja, ja, ja… porque con esos dedos que parecen salchichas, me da la impresión de que eres uno de esos zotes  que cuando se afeitan dejan la cara como si se la hubiese acariciado un puma… ja, ja, ja.
Temblando de miedo, y creyendo que la navaja iba a deslizarse por su cuello de un momento a otro, Jimmy se levantó a duras penas, sollozando. Salió a la calle y, casi a tientas, alcanzó el Cadillac.

 La gente del pueblo vio como un Cadillac rojo chillón, con las ventanillas abiertas y la calavera de toro con los cuernos en la parrilla de la ventilación, circulaba por la avenida principal. A su paso quedaba en el ambiente un tufo a excrementos que la gente achacó a un problema en el alcantarillado.  

José M. Ramos González. Pontevedra, 26 de febrero de 2015.