viernes, 10 de julio de 2015

O. Henry. Un escritor de pluma blanca



O. Henry, pseudónimo de William Sydney Potter, fue un escritor norteamericano en la transición del siglo XIX al XX que cultivó el género del cuento con final sorprendente e inesperado. Como no llegó a escribir una obra de amplio alcance narrativo que lo incluyese en el panteón de autores reputados, la crítica literaria lo relegó a un segundo plano, pese a la aceptación unánime del público.
Como la mayoría de los escritores de su época, O. Henry se dio a conocer en las páginas de los periódicos, ejerciendo la profesión que sería un trampolín para muchos de ellos: el periodismo. La prensa, vehículo de transmisión de la narración corta e incluso no tan breve con el folletín o publicación en fascículos, le permitió darse a conocer y, con posterioridad, vivir de su labor como creador de fantasías del gusto de un público que comenzaba a forjar los destinos de una gran nación, a lo que la prensa iba a contribuir en gran medida.
Original de Greenboro, un pueblo de Carolina del Norte, se asentó durante  los últimos años de su vida en New York, después de haber tenido una tormentosa juventud y haber estado encarcelado por un presunto desfalco perpetrado en el banco en el que trabajaba. Su actividad en el ámbito bancario se deja traslucir en muchas de sus narraciones, donde se advierte su conocimiento de primera mano de la jerga y entresijos de esa actividad.
O. Henry (1862-1910)
Comenzó escribiendo cuentos cuya trama se desarrollaba en el Oeste, creando personajes un tanto estereotipados, tales como forajidos, cowboys, vagabundos, enmarcando sus aventuras en los áridos paisajes de Texas o Nuevo Méjico.
Sin embargo, en los diez últimos años de su vida, cambió el marco rural por la agitación de la gran ciudad, esa concentración urbana que determinará el destino de los personajes que por ella pululan, poniendo al descubierto sus anhelos, sus alegrías, sus penas, sus fortunas y sus miserias. O. Herny utiliza toda una variopinta gama de personajes: mendigos, mujeres solteras, matrimonios, aristócratas, burgueses, policías… y los mueve a su antojo con un realismo un tanto forzado, pues llega a tensar en demasía las intrigas para encauzarlas hacia un desenlace que impacta por lo insólito, y, por tanto, poco verosímil. Trasgrede la realidad, convirtiendo fenómenos aleatorios en deterministas, y privándola de su principal característica: el azar. El azar siempre juega a favor de corriente del autor, dirigiéndolo por un sendero cuyo final ha sido  determinado a priori, sorprendiendo al lector con una conclusión que casi nunca deja indiferente. De este modo, la imaginación y la creatividad en O. Henry, supera esa exquisitez realista, patrimonio exclusivo de los autores europeos, y cuya carencia se le reprocha. Sin embargo no se puede decir que la idiosincrasia de sus protagonistas no sea auténtica; son sus actos y consecuencias lo que se le cuestiona por ese afán de ofrecernos una explosión de fuegos artificiales en las últimas líneas de sus relatos.
Para manipular los destinos de sus personajes, y para subvertir una realidad cotidiana, que en la mayoría de los caso resultaría anodina, el autor recurre al esperpento como técnica literaria y, sobre todo, al humor, un humor reforzado con una prosa exquisita y un extraordinario dominio del eufemismo. Este estilo, rico en matices,  es muy propio de los autores norteamericanos que proceden del mundo periodístico: Ambrose Bierce, Mark Twain, Bret Harte.
A diferencia de sus colegas europeos, de moral más relajada, O.  Henry es un escritor que se caracteriza por una notable pulcritud. Siguiendo las pautas de la literatura norteamericana, influenciada por el puritanismo imperante en la sociedad, O.Henry es un autor para todo tipo de público. Ni una palabra malsonante, ni un personaje sórdido o moralmente reprobable. Incluso los malvados y los personajes con alguna carga de negatividad, tienen un alma, una componente espiritual, una sensibilidad que atenúa y redime sus pecados, minimizando el carácter doloso de sus comportamientos. Tal vez, esta benevolente mirada hacia los delincuentes sea consecuencia de la empatía que el autor llegó a establecer con sus compañeros de prisión.
Conviene resaltar que O. Henry bebió en otros autores de cuentos. Conocía al maestro de la narración breve, Guy de Maupassant, al que menciona en uno de sus relatos, haciendo alusión a su maestría. Pero también fue fuente de inspiración para muchos otros, y hoy en día el relato corto con final sorprendente suele ser una constante en muchos de los más afamados escritores de nuestro tiempo.
Las tramas que desarrolla se centran normalmente en las inquietudes de un personaje, protagonista principal del cuento, a veces de dos, más que en situaciones que impelen a una colectividad a la acción. Todo ello sin demasiados alardes psicológicos y yendo directamente a lo que le interesa. Las mujeres, por ejemplo, desempeñan un rol característico en su obra como seres delicados, frágiles, sumisos y deseosos de emanciparse económicamente.  Como muchos autores de fin de siglo, O. Henry no es ajeno a los prejuicios de su época, y, en una sociedad eminentemente patriarcal, trata a la mujer con cierto paternalismo no exento de desdén. Las expresiones que la mujer le sugiere, muestran a todas luces una ligera actitud machista, sin llegar a la misoginia que impera  durante todo el siglo XIX y gran parte del XX, con las doctrinas y principios de Schopenahauer o Nietzche. Las mujeres son «la brigada del carmín y el estropajo». Así las define O. Henry, en un contexto humorístico, en el cuento Una Navidad en el empalme, haciendo alusión a su coquetería y a su dedicación a las labores domésticas. En casos excepcionales, el débil y sumiso es el hombre, pero su condición masculina provoca una reacción de valentía final, rebelándose contra la opresión a la que está sometido (Memorias de un perro amarillo).
 En los cuentos de O. Henry, la mayor ambición  de la mujer es el matrimonio. La búsqueda de un compañero que bajo el cual pueda guarecerse de una sociedad que considera a la mujer solitaria, como un ser condenado a un destino incierto y miserable, puesto que ha sido creada para convertirse en la compañera, o mejor dicho en el complemento del hombre. Y, paradójicamente, una vez en pareja, sometida a los caprichos y autoridad del esposo, su situación se vuelve más penosa, pues es víctima de malos tratos y desconsideración, pero lo asume con alegría, como si todo ello formase parte de su propia condición de mujer. Este es el caso del célebre cuento Tragedia en Harlem, cuyo título resulta muy sugestivo porque el lector nunca llegará a determinar si el término “tragedia” se refiere a la violencia doméstica explícita en el cuento, o si alude al dolor de la esposa porque su marido no la agrede, considerando esta inacción como un gesto de indiferencia y por tanto de falta de amor. O. Henry da un tratamiento a la violencia doméstica que hoy nos puede parecer insultante, pues la mujer disfruta siendo víctima; incluso considera su matrimonio fracasado si su marido no tiene poder sobre ella. Y la propia sociedad lo tiene tan asumido que lo ve con normalidad. Tan es así, que un policía, testigo de una riña doméstica, hace caso omiso con toda naturalidad del incidente, continuando con su ronda nocturna (Entre dos asaltos). Pero en realidad lo que O. Henry nos plantea es una crítica social sobre el matrimonio y la difícil convivencia en cuartos de pensión barata, pequeños habitáculos, donde la falta de espacio y la miseria catalizan y despiertan los instintos más violentos del hombre.  Todo lo anterior, como ya hemos dicho, matizado con una pátina de humor que desencadena en el lector una sonrisa, más que un sentimiento de indignación o de lástima.
Otro tema bastante recurrente en su obra es la del sujeto insatisfecho con su condición social, deseando alcanzar un estatus diferente. Esto provoca narraciones donde se produce un travestismo temporal. El pobre se transforma en rico, el rico en pobre… (Mientras el auto espera)
Por último, O. Henry manifiesta una especial sensibilidad hacia los más desfavorecidos. Los vagabundos y mendigos, son protagonistas en muchos de sus cuentos. Los trata con cierto paternalismo, pero no incide en su miseria, sino que destaca sus ganas de vivir y su satisfacción por pagar el precio de la miseria a cambio de alcanzar una libertad absoluta. (El policía y el himno, Dos caballeros en acción de gracias)
En resumen, hoy podríamos calificar la literatura de O. Herny de “blanca” en oposición a la de otros compatriotas suyos como Edgar Allan Poe o Ambrose Bierce, que tildaríamos de “negra”, sobre todo por los contenidos más oscuros y dramáticos de sus relatos. Su forma de narrar nos recuerda más a Mark Twain, aunque este haga gala de un humor más caustico, y su crítica social resulte mucho más evidente.
Con humor y un sarcasmo carente de malicia, nos sumerge en la ciudad y nos muestra como sigue su curso, cobijando a esa humanidad hormigueante y gregaria, que camina y marcha sin saber muy bien hacia donde… tal vez su destino sea un final inesperado del que O. Henry es consumado maestro.
 
José M. Ramos. Vigo 7 julio 2015.

jueves, 2 de abril de 2015

El profanador (relato)



Las broncíneas campanas del carrillón del ayuntamiento dieron las doce. Los goznes de la vieja puerta del cementerio chirriaron, produciendo un efecto horrísono en las sombras de la noche. No se oía otro ruido que el grito lastimero generado por el rozamiento del metal oxidado con el granito milenario.
El portalón, gigante verja de hierro fundido, tenía cuatro metros de alto, y la fuerza desplegada por el profanador para entreabrirla era considerable, pero éste era un hombre fornido y resuelto.
Acostumbrado a violentar todo tipo de obstáculos, abrir esa puerta era cuestión baladí; por suerte no tenía que luchar contra un candado o una cerradura que pudiera haberse opuesto a sus malévolas intenciones. Todavía joven, vivía de los robos que perpetraba aquí y allá, pero sobre todo de los pingües beneficios obtenidos con el saqueo de tumbas, robando todo aquello de valor que el finado se lleva consigo en su postrer viaje: joyas, relojes, gemelos, pulseras, cadenas…etc.
El hombre, tan voluntarioso como desalmado, carente del más mínimo escrúpulo, escoria social, delincuente irredento, entró en el camposanto mirando a izquierda y derecha, como escrutando en el silencio la presencia de cualquier elemento que pudiera delatarle, pero ni los ojos ni el ulular de pesadilla de las lechuzas, ni siquiera las copas de los cipreses meciéndose merced a un viento inexistente, se manifestaban en la oscura noche. La naturaleza parecía tan muerta como los que dormían su eterno sueño en las tumbas que se alineaban con precisión matemática en un despliegue de sencillo diseño arquitectónico, cuyo único fin era optimizar el espacio en tan pocas hectáreas de terreno.
Conocedor de los múltiples vericuetos y senderos de esa necrópolis, de esa ciudadela sin vida con sus calles solitarias y sus pequeños edificios, sus cenotafios, sepulcros y panteones, artísticos los unos, prosaicos los otros, el profanador se dirigió sin dudar hacia su objetivo: la tumba de una mujer que había sido enterrada esa misma mañana. Sabía que era joven; había asistido a su inhumación para estudiar el terreno. Se había quedado un tanto alejado de la comitiva porque no quería llamar la atención. Toda precaución era poca, y pasó desapercibido entre algunos visitantes que, a aquella hora, presentaban sus respetos y adecentaban las últimas moradas de sus difuntos. Mientras tanto, el sepelio de la infortunada muchacha se celebraba con manifestaciones de duelo y con gran incontinencia de llantos. Una pareja de ancianos, con el semblante distorsionado por un rictus de dolor, parecían ser los padres de la muerta. Un grupo de personas, con caras serias y circunspectas, los rodeaban con ánimo protector y condescendiente.  En algunos de esos tristes rostros ve veían como las lágrimas rodaban por las pálidas mejillas y  el movimiento de los pañuelos blancos, destacando sobre el luto del conjunto, que se obstinaban en secarlas.
Él apuntó mentalmente la ubicación del nicho donde habían introducido el ataúd de cedro, cuyo brillo, debido a la capa de barniz que lo cubría, quedó apagado de inmediato en la oscuridad de la hendidura donde permanecería para siempre, salvo que él lo impidiera. Y esa noche, era precisamente lo que él iba a hacer bajo el cielo que, cual sudario negro, no permitía pasar ni el más mínimo resplandor de las estrellas eclipsadas por las estáticas nubes que permanecían en lo alto como mudos testigos de lo que iba a suceder. Las estatuas marmóreas de los ángeles que coronaban los sepulcros, en mirada lánguida dirigida al cielo, se aferraban a las cruces para no levantar un vuelo que los liberase de custodiar una tumba terrena. Formaban un ejército alado y pétreo, indiferentes a la presencia de aquel mortal que caminaba ajeno a ellos y que todavía no había ido a engrosar las legiones de demonios que eternamente combatían.
Cuando le asaltaba algún prurito de miedo atávico a los muertos, no lograba comprender esa debilidad de su inconsciente y trataba de racionalizarlo.  Siempre se decía a sí mismo que los vivos eran más peligrosos que los difuntos, porque estos últimos jamás presentaban batalla ni oponían la más mínima resistencia. Robar a un muerto era más fácil que quitarle el caramelo a un niño. Así pues, a diferencia de todo mortal, no temía lo que para muchos la muerte tiene de tétrico y pavoroso ni respetaba lo que para la mayoría la muerte representa de sagrado.
A derecha… ahora a izquierda… todo recto…  Y así, en una caótica trayectoria, por él  retenida en su memoria de predador, se encontró ante el panteón que contenía el nicho de la recién sepultada. Una mujer joven debería haber sido colocada en el féretro con sus mejores galas, con sus más caras joyas; al menos una sortija, una cadena… Debido a la juventud de la difunta no esperaba encontrar oro en su dentadura.
Cuando se encontraba alguna pieza de oro, la extraía con las tenacillas que portaba consigo en el bolsillo, herramienta que, junto con una ganzúa para  forzar la tapa del ataúd y un duro mazo de hierro para romper el mármol que tapaba la entrada al nicho, portaba en una bolsa. Buscando piezas dentarias de oro, a veces utilizaba la ganzúa para abrir las mandíbulas del cadáver porque el rigor mortis las mantenía fuertemente apretadas. Su decepción era muy grande cuando no hallaba el preciado metal, porque últimamente las dentaduras de oro eran muy escasas.
Volvió a mirar una última vez hacia atrás, pero no por temor a que lo vieran, sino por un mero acto reflejo del que sabe que va a cometer un acto ilegal. En su alma no había siquiera un ápice de arrepentimiento por lo sacrílego de su proceder.
Abrió la bolsa. El ruido de la cremallera, amplificado por la quietud reinante, se hizo más estridente de lo normal, por lo que se vio obligado a mirar nuevamente a su alrededor. Tomó el mazó, lo levantó sobre su cabeza y, cuando estaba a punto de asestar el primer golpe que haría añicos la lápida, escuchó un ruido que lo sobresaltó, no de miedo, sino por lo inesperado que resultaba en aquel instante y en aquel lugar. Era un ruido rítmico, como de pisadas arrastradas en un caminar pausado. El ruido aumentaba, se acercaba al lugar donde el profanador se encontraba. Haciendo un acopio de lógica, pensó que se trataría de algún animal, probablemente un perro  o un gato que se había introducido por algún agujero del muro que rodeaba el camposanto. De pronto, una vaga inquietud comenzó a invadirle. Bajó el mazo y, llevándolo contra su pecho, lo aferró con más fuerza en automática actitud defensiva.
Súbitamente, y de entre las sombras, surgió una horrenda figura. Una mujer casi desnuda, con el rostro ensangrentado, los cabellos lacios y empapados en un líquido espeso, la mirada desorbitada y la ropa hecha jirones. Por la esbeltez de su cuerpo parecía joven y la blancura de su piel destacaba por zonas sobre la sangre y la tierra que tenía adherida por todas partes. Un reguero de sangre caía por sus muslos. Se movía como un alma en pena y se dirigía hacia el profanador con los dos brazos dirigidos hacia él y emitiendo unos sonidos guturales que rompían el silencio de la noche de forma pavorosa.
Ante esa aparición que le señalaba, intentando arrojarse en sus brazos, enfrentado a ese ente de ultratumba salido de la imaginación más abyecta que parecía querer atacarle, el hombre gritó, y notó como en su mente algo se rompía. Un razonamiento invasor se introdujo en su cerebro y comenzó a consumirlo a velocidades vertiginosas. Todo su ser estaba poseído por la esencia del miedo, aunque él no sabría definir que era aquello que lo devoraba desde su interior. Y cuando aquel espectro se encontraba a dos pasos, en un instante de alarma desatada en un rincón de no se sabe qué lugar de su conciencia, asestó un golpe de mazo a aquel ser en la cabeza. Aquella cabeza explotó como explota una calabaza cuando se golpea con un objeto contundente. El ruido del cráneo reverberó como un eco maléfico, pero también silenció aquel lamento, entre llanto y chillido, que emitía aquella imagen fantasmal, lo que alivió por un instante al aterrorizado hombre que sin embargo recibía una lluvia de sangre y sesos.
Y aquel miedo cerval, aquel miedo que jamás había sentido, le impelió a correr sin mirar hacia atrás, a correr como un poseso, a correr huyendo de aquella ánima, de la personificación de todas sus debilidades, de toda su maldad, en definitiva… a escapar de sí mismo, creyendo que era víctima de una venganza por toda su perfidia. Mientras corría enloquecido, rezaba por primera vez en su vida con el fervor del más ardiente de los arrepentidos.
Una hora después, tras beber sin desmayo en un solitario callejón,  cayó en el sopor de una embriaguez que casi lo mata, mientras soñaba con tumbas, cadáveres y dientes de oro… en una especie de delirium tremens fúnebre.  Cuando despertó, creyendo haber tenido una horrible pesadilla, descubrió que sus ropas estaban manchadas de sangre, y trozos secos de una sustancia gelatinosa y blanquecina, como los gusanos que tantas veces había tenido que apartar de su camino para obtener su macabro botín, se adherían a su chaqueta y a sus pantalones como mudos testigos de la realidad de lo acontecido. Se estremeció y de nuevo le invadió el miedo, un miedo mitigado por la claridad del amanecer. Se levantó, y trastabillando, con las ropas hechas unos harapos, apestando a alcohol y a heces, comenzó a caminar sin rumbo ante la repulsión y el desdén de los transeúntes que trataban de esquivarlo.

En el periódico de la tarde de hoy, se pudo leer el siguiente titular y el ulterior desarrollo de la noticia:

Brutal crimen

Ayer, sobre las 23 horas, A.R y J.A,  vecinos y novios de esta localidad, se encontraban en su automóvil en las proximidades del cementerio local, cuando cuatro hombres encapuchados, les hicieron salir del vehículo a punta de pistola. El muchacho fue golpeado hasta que los delincuentes lo dieron por muerto, mientras que la mujer fue arrastrada al interior del recinto funerario. Esta mañana, mientras hacía su ronda, el guarda del cementerio, encontró el cadáver de la mujer. Del análisis forense se desprende que fue violada repetidas veces, torturada y golpeada posteriormente, probablemente un mazo que se encontró en el lugar que le destrozó la caja craneal, produciéndole la muerte de inmediato.
La policía está llevando a cabo las pesquisas para encontrar a los responsables, pero todavía no ha trascendido el fruto de sus investigaciones.

José M. Ramos González.  Febrero 2015

domingo, 8 de marzo de 2015

La oscuridad (relato)

Dicen que cuando alguien se enfrenta a la muerte, ve pasar ante sí la película de su vida, condensada en unos segundos, antes de entrar en el oscuro túnel donde la conciencia se desvanece. Muchos psiquiatras y otros estudiosos han tratado de explicar este curiosa fenómeno, justificando el proceso como una reacción de la mente ante un hecho traumático, una defensa de la psique ante una amenaza.
¿En realidad qué pasa en el interior de estas personas ante situaciones límite?

Se despertó relajada, pero muy somnolienta. Los párpados parecían pesarle una tonelada por lo que no se esforzó en intentar abrirlos. Sentía una paz interior indolora, sin embargo su sentido del olfato parecía no estar aletargado y le olía a lejía. La lasitud de su cuerpo dio paso a un pequeño movimiento espasmódico de sus miembros. Hacía frío. Esa frigidez estaba comenzando a atenazarla y los temblores iniciaban la distensión de sus músculos hasta ese momento inertes.
Hizo un nuevo intento para abrir los ojos, y, sobreponiéndose a la pereza, logró entreabrirlos, pero no vio absolutamente nada porque la oscuridad era más negra que la intensidad de cualquier color negro que podía recordar. Sin embargo el olor era penetrante.
Intentó recordar quien era y donde estaba, pero su mente se resistía al igual que lo habían hecho sus párpados. Hizo un acopio de voluntad para tratar de rememorar su reciente pasado y el esfuerzo fue recompensado con el recuerdo de su enfermedad: Una parálisis progresiva que la había tenido postrada en una cama, casi en estado vegetativo durante años. Recordaba que escuchaba lo que la rodeaba, la voz de sus familiares, sus caras, sus visitas. Luego las visitas se habían hecho cada vez más esporádicas. Por último, el abandono, la soledad de días y días sin que nadie fuese a visitarla a aquel sórdido hospital donde las enfermeras la ignoraban, mientras pedía auxilio a gritos; gritos que solo ella podía escuchar en el interior de su cerebro, pero que no trascendían en ondas acústicas que pudieran ser percibidas por los demás. Comenzó a recordar los inicios de su enfermedad y como de pronto se encontró en aquel hospital sin poder moverse, sin poder hablar, sin poder manifestar sus sentimientos ni expresar todo el horror que sentía. De vez en cuando una lágrima fluía desde su lacrimal hasta el mentón, cayendo pesadamente sobre la sábana, pero solamente era un proceso fisiológico ya que cuando quería llorar – y era la mayor parte del tiempo–, las lágrimas no afloraban. Solo su mente estaba activa, lamentablemente alerta y activa, para ser consciente del estado en el que se encontraba. Esa era su condena.
Deseó morir muchas veces. La mayor parte del tiempo se lo pedía a Dios, pero hacía tiempo que había dejado de creer que Dios tuviera algo que ver en su situación. Quiso acabar con aquello durante mucho tiempo, hasta que se rindió a la evidencia. Sus padres no la desconectarían jamás de la máquina que la mantenía con vida, nunca le arrancarían el cordón umbilical mecánico que la unía a aquel artilugio que hacía funcionar su cuerpo inerte, que la hacía respirar artificialmente y que estimulaba su corazón para que latiese hasta que el músculo se deteriorase por el uso. Su familia era rica y no tendrían problemas para mantenerla durante años al cuidado de esa institución médica que la conservaba como un jarrón en una habitación al que hay que cambiar el agua cada dos días. La férrea educación católica de su madre jamás permitiría que rompiesen el vínculo sagrado que la aferraba a la vida, lo cual no dejaba de ser un claro rasgo de egoísmo por parte de su madre que permitía que su hija permaneciese en ese infierno, tan solo para no transgredir su fe.

Recordó haber leído en una ocasión, que cuando alguien se enfrenta a la muerte ve pasar ante sí toda la película de su vida condensada en unos segundos. Y en efecto, veía su vida pasar ante sí, pero no en segundos, sino durante muchos días, meses, años… Tenía tiempo, mucho tiempo, y lo único que podía recordar era  precisamente su vida antes de su debacle física… Intentaba dirigir sus recuerdos hacia los pocos momentos felices de su infancia para olvidar por unos instantes su pavorosa realidad.
Después de volver en sí, sospechó que acababa de salir de un profundo sueño. Era extraño, porque normalmente su mente descansaba poco y su sueño era muy liviano y corto. Dormía a intervalos muy cortos durante todo el día, porque ya había perdido el concepto del tiempo. Vivía en un mundo atemporal, los segundos se confundían con los minutos, los meses con los años, y todo su espacio vital se reducía al techo de la habitación con la tenue lámpara que se mantenía encendida cuando alguien accedía a la habitación y era apagada cuando salía. Pero su vista, tanto tiempo fija, se había acostumbrado a la oscuridad, por lo que ahora le sorprendía esa negrura como un manto, como una venda negra sobre sus ojos.
El olor a lejía se hacía cada vez más intenso. Sin saber porque, relacionó el olor con los días de invierno, y pensó en la tierra mojada después de llover. Aquel olor le resultaba casi una fragancia, pero ahora era de una intensidad tan brutal que le producía nauseas. El silencio no era normal. Su oído se había desarrollado en tantos años de inactividad física que podía escuchar zumbar un insecto en la habitación contigua o los pasos de las enfermeras en los pisos inferiores del hospital durante las rondas nocturnas. Ahora no escuchaba absolutamente nada. Silencio absoluto.
Notó algo que se deslizaba por su mejilla. Era un objeto frío que se arrastró por su cara hasta introducirse en su boca. Al contacto con la lengua supo que se trataba de algo delgado y duro con sabor a plástico. Temió que fuera algún insecto – no sería la primera vez – y la invadió una sensación de asco y repulsión. Su desconcierto iba en aumento, no obstante comenzó a relacionar la penetrante oscuridad, el silencio, la evocación de la tierra mojada, el bicho… cuando en su mente irrumpió una idea como un mazazo: ¡Estaba enterrada viva!
No sabía que pensar, al fin y al cabo su situación actual poco difería de la que había padecido los últimos diez años: inmóvil, sin poder hablar, solo sufrir y padecer. Esta idea mitigó el impacto de su descubrimiento, y poco a poco se tranquilizó. ¿Acaso no había logrado lo que había deseado hacía tanto tiempo? Morir. Si la habían enterrado moriría de hipotermia o inanición. Solo tendría que esperar, pero estaba acostumbrada… Ahora tocaba prepararse para la muerte que llegaría como una liberación. Por fin todo iba a acabar.
Estaba convencida del fin de sus males de que el merecido descanso llegaría, pero su mente no le permitía descansar, y de pronto pensó que si era consciente de que estaba enterrada y al mismo tiempo estaba viva, no necesitaba la máquina de respiración artificial. La habían enterrado viva y sin embargo podía respirar por sí misma. No era posible. ¿Y si se estaba recuperando? Por un momento el instinto de conservación se hizo presente y pensó que era una triste paradoja, una ironía cruel, lo que le estaba sucediendo.  Pero el deseo de acabar con su sufrimiento primaba sobre todo lo demás y el fugaz pensamiento de una posible curación se diluyó en la esperanza de que aquello por fin dejase de atormentarla.
  Y cuando ya estaba entregada y en paz, escuchó una voz que pronunciaba su nombre. Al principio lejana, pero que se acercaba cada vez más. Pensó que su mente seguía desvirtuando la realidad, pero la voz era persistente y le conminaba a despertar.
Una luz cegadora surgió ante sí, y cuando sus ojos pudieron acostumbrarse a ella, vio una cabeza sin boca y sin nariz. Unos ojos, enmarcados por un óvalo cubierto con una tela verde, la observaban con mirada indiferente… El fantasmagórico rostro despareció de su fondo de visión y al cabo de un instante escuchó:
«Ha abierto los ojos. Enhorabuena, caballeros, la operación ha sido un éxito. Hemos logrado extraerle el tumor. A esta joven todavía le quedan muchos años de vida.»
Fue entonces cuando vio pasar ante sí la película de su vida, condensada en unos segundos, incluyendo la secuencia de los últimos diez años, sabiendo horrorizada que a esa película todavía le quedaba mucho metraje para finalizar.

 José M. Ramos González. Pontevedra, 26 de febrero de 2015.

El barbero (relato)


¿Quién me afeitará a mí si soy el único barbero de la ciudad que afeitará a todos aquellos que no se afeiten a sí mismos?
“Paradoja del barbero”. Bertrand Russell.


El forastero llegó conduciendo un Cadillac rojo chillón. En la parrilla de ventilación tenía encastrada una calavera de toro con dos enormes cuernos que le daban un toque country realmente espantoso y de mal gusto.
Estacionó aquel endriago mecánico en la avenida principal del pueblo, al lado de una boca de incendios, trasgrediendo toda norma cívica. Lo primero que asomó por la puerta del automóvil fueron unas botas de vaquero repujadas en cuero, con unos arabescos de lo más florido, botas de auténtico cowboy urbano. Detrás de las botas, y sobre unas piernas cubiertas por unos tejanos, se atisbó un prominente vientre, un vientre que sobresalía por encima de un cinturón con una gran hebilla, cuya presión sobre la parte inferior del abdomen hacía que aquella monumental masa de carne y grasa, al sentirse oprimida, pugnase por salir hacia delante en forma de colgajo oscilante a cada movimiento de su propietario. Un rostro rubicundo y satisfecho, barba rala de cuatro o cinco días, camisa a cuadros abrochada hasta el cuello, corbatín de lazo oscuro y todo el conjunto coronado por un sombrero tejano a juego, daban al individuo la apariencia del nuevo rico, del que hizo fortuna rápida sin cuestionarse los medios en conseguirla.
Una vez en la polvorienta calle, el hombre miró en derredor suyo con un gesto que denotaba desagrado hacia lo que veía. Se quitó el sombrero y llevó un pañuelo a la frente para secarse el sudor que, debido  al calor del mediodía y a su propia obesidad, le  caía a chorros.
Pleno de autosuficiencia, observó el letrero giratorio de bandas rojas y blancas que publicitaba la presencia de una barbería y recordó que llevaba casi una semana sin afeitarse. Se encaminó pesadamente hacia el establecimiento con la intención de darse un buen afeitado y al mismo tiempo tumbarse un poco a la sombra, pues el viaje y el calor lo habían agotado.
Cuando entró, la campanilla situada encima de la puerta produjo un tintineo advirtiendo su llegada. En el local no había clientes. El barbero, un hombre bajito, delgado, con la bata blanca, de un blanco reluciente, lo miró a los ojos, esbozó una sonrisa y lo saludó dándole las buenas tardes.
El hombre grueso, aliviado por encontrarse en un lugar a la sombra, se quitó el sombrero, lo agitó ante su cara a modo de abanico durante unos segundos, y lo colgó en un perchero de pie situado a la entrada; se colocó bajo el ventilador que se encontraba anclado en el techo y cuyas aspas giraban provocando un agradable viento que refrescaba el ambiente del local. Allí se quedó inmóvil durante unos instantes mirando fijamente el aparato y secándose todavía el sudor de su frente. Manteniendo una actitud de desdén, no respondió al saludo del barbero.
–¿Qué va a ser, señor? – preguntó solícito el barbero.
–¡Un afeitado!
–De inmediato, señor. Tome asiento, por favor.
El hombre se dejó caer sobre el sillón que se le ofrecía, hundiendo el acolchado, tapizado de cuero del asiento, bajo su peso. El barbero, diligente, apoyó su pie sobre el pedal que activaba el mecanismo del reposacabezas y levantó esta a la altura de la nuca del cliente, luego inclinó el respaldo accionando la palanca correspondiente hasta dejarlo semitumbado, con una inclinación de unos cuarenta grados aproximadamente. A continuación le colocó un mandil sobre el pecho, tan blanco y limpio como su bata, y se lo ajustó introduciéndole dos esquinas por el cuello de la camisa.
Mientras el barbero afilaba la navaja de afeitar en una tensa tira de cuero, comenzó su cháchara habitual:
–¿No es usted de aquí, verdad?
Pese a no tener ganas de hablar, el forastero respondió:
–Sí lo soy, pero hace tiempo que me he ido.
El barbero se sorprendió, pues conocía a todos los habitantes de aquel pequeño pueblo. Incluso a los que se habían ido tiempo ha, pues había cortado el pelo y afeitado ya a dos generaciones de ciudadanos. Pero no recordaba a aquel tejano que aparentaba rebosar dinero y salud. Probablemente hubiese cambiado mucho físicamente con el transcurso de los años. Por otra parte, le aguijoneó la curiosidad cuando se percató de que el hombre debía tener más o menos su edad. Tal vez se hubiesen conocido en su juventud.
El hombre, con la cara llena de espuma se sentía levemente amodorrado. El calor que había pasado durante el viaje por carreteras que cruzaban el desierto, lo habían agotado, y el frescor de la sombra de la barbería, al igual que la caricia de la espuma sobre su rostro, lo habían relajado hasta el punto de caer en una brumosa y relajante inconsciencia.
Pero el barbero, cada vez más curioso, proseguía con su interrogatorio:
–Y dígame, señor, ¿cuántos años hace que se fue del pueblo?
En susurros, el hombre respondió:
–Unos veinte años. Me fui de este pueblo muerto que nada ofrecía a un muchacho ambicioso como yo.
–Veo que le ha ido bien, señor.
–No me quejo.
–¿Y qué le trae por aquí?
–Mis padres han muerto y vengo a arreglar los papeles de la herencia…
–Caramba… lo siento.
Mientras tanto, el barbero comenzó a rasurar con suavidad la cara del hombre, pasando con rapidez, pero al mismo tiempo con eficacia y seguridad, la afilada hoja de la navaja desde la parte superior de la manzana de Adán, – invisible debido a un cuello en exceso carnoso–, hasta el mentón, a contrapelo del nacimiento de la raíz del vello, dejando un surco en la piel del hombre como una máquina quitanieves lo haría en una carretera un día de copiosa nevada. Un surco de piel sin pelo, como la piel de un recién nacido, fresca y brillante. A continuación, con un movimiento mecánico, casi sin ser consciente de ello, dirigió la hoja de la navaja, oculta por una montaña de nívea crema, hacia el lavabo que estaba situado frente al cliente, la introdujo en él y abrió el grifo del agua fría. Salió un chorro a presión que dispersó la crema de afeitar al mismo tiempo que la consumía, haciéndola desaparecer por el desagüe de la pieza de porcelana.  El barbero aprovechó ese instante para mirar en el espejo su trabajo. Un trabajo de profesional, un afeitado apurado, el mejor afeitado que se hacía en el pueblo. No en vano era el único profesional del sector y no tenía competencia. Luego arrojó una rápida mirada a su reflejo para comprobar que todo estaba en orden: su bata blanca sin mácula, los bolígrafos de colores perfectamente alineados en el bolsillo; bolígrafos que solo le servían de adorno, pues no recordaba la última vez que los había utilizado; el pañuelo alrededor del cuello, disimulando una vieja herida. Su rostro cetrino y curtido, dejaba ver las arrugas producidas por el paso de los años y tal vez por algún suceso acaecido en su vida que lo había herido en lo más profundo… Pero lo que destacaba sobre todo era su extrema delgadez y fragilidad, como una caña de bambú a punto de quebrarse al menor soplo de viento.
–Bueno, señor… ¿y quiénes eran sus padres?
–Los Blackwood. Vivían en un rancho a dos kilómetros de aquí. Precisamente voy a hacerme cargo de la hacienda…
El barbero detuvo una décima de segundo la hoja de afeitar en el cuello del hombre. Fue una detención tan imperceptible que este no se percató.
–¿Los Blackwood?... Recuerdo al viejo Blackwood. Tenían un hijo, un tal James. Compartimos clase siendo adolescentes… Era muy popular… todo el mundo le llamaba Jimmy. Hace años que no sé de él… ¿No me diga que…?
–Amigo, lo tiene sentado en su barbería.
–¿James?... Digo… ¿Jimmy?... No es posible… ¿Cómo has cambiado?
–Los años, los kilos, la ropa… yo que sé.
–Pero ahora que te veo te reconozco. Ya lo creo que has cambiado. Además no se te esperaba… ¡Caray!... Jimmy… Veo que tú tampoco me recuerdas…
El barbero parecía disfrutar con el descubrimiento. Realmente se le veía alegre, su rostro, antes impersonal y serio, se mudó en un gesto de agradable sorpresa. Mostraba sus dientes en una sonrisa perpetua, y su conversación seria y pausada se tornó más alegre y atropellada por la emoción de reencontrarse con un antiguo compañero de estudios. El cliente, todavía amodorrado en el sillón, no pudo ver el brillo malicioso que de pronto surgió en las pupilas del barbero ante tal revelación.
–La verdad que no, amigo. Si me das alguna pista que haga activar esta mala memoria mía, tal vez lo logre.
–¿Recuerdas a John Logan? ¿Te suena de algo?
–¿Logan?... Lo siento, amigo… No me suena.
–¿Y si te digo que le llamaban Mierdecilla?
–¿Mierdecilla?
–Sí, Mierdecilla… ¡Ahí va el Mierdecilla, ja, ja, ja…¡qué mal huele!... ¡vamos a empapelarlo con papel higiénico!… ¡Vamos a meterle la cara en el retrete que es el lugar que le corresponde!… Joder, Jimmy, cuántas veces estuve a punto de ahogarme en los meados de los chicos.
El hombre se puso tenso. Recordaba, ¿cómo no iba a recordar a aquel chaval que era el hazmerreír del colegio?... ¡Mierdecilla!... el friki del que se reían las chicas y que era objeto de las chanzas de los muchachos… Y él lideraba el grupo acosador… él era el verdugo, el que más lo humillaba, el que más lo zahería… Iba recordando… En una ocasión lo habían pillado entre tres y lo arrojaron sobre un montón de estiércol de caballo hasta que el pobre muchacho casi había echado los hígados vomitando durante una hora.
No quería seguir pensando más en aquello. Solamente sabía que ahora Mierdecilla tenía una navaja de afeitar, afilada como una espada samurái, sobre su cuello, y no sabía si era aprensión o no, pero parecía que la presión sobre la piel había aumentado.
Comenzó a sudar de nuevo, pero ahora se trataba de un sudor frío. El estómago le dio un vuelco y un líquido amargo le subió a la garganta.
–Caramba Logan… Lo siento… Los chavales a veces son jodidamente crueles… No sé qué decir… Me has dejado sin palabras… Claro que te recuerdo…
De pronto, el tono de voz del barbero pasó de ser alegre y dicharachera a ser grave e imponente, casi hablaba a gritos:
–¿Recuerdas el día que me arrojasteis entre los excrementos de las cuadras de la granja del Sr. Peabody? ¿Y no me permitisteis salir de allí hasta que casi se me sale el estómago debido a las arcadas?... No, no querrás recordarlo… Llegué a casa, y mi padre, borracho como siempre, me dio una buena paliza ante la timorata mirada de mi madre. No era la primera vez, pero en esa ocasión, entre golpe y golpe,  me gritaba que era un cobarde, que no sabía defenderme, que era un inútil… un mierdecilla. Dijo la palabra clave, y yo, en mi inocencia de adolescente traumatizado, me lo creí y viví con ese estigma durante muchos años. Cuando te fuiste conservé ese alias en el pueblo, y los chicos todavía me seguían llamando así… No había lugar donde pudiera esconderme. Pero eso se acabó.
El hombre sudaba cada vez más. La navaja se deslizaba sobre su carne con más intensidad, casi dolía.
–Me alegro mucho Logan de que todo aquello haya quedado atrás.
–¿Quedado atrás? Maldita sea, Jimmy… Tú y tus amigos me destrozasteis la vida…Y tú eras el instigador, el que dirigía el cotarro, el de las ideas brillantes, el líder del grupo que me hizo ser quien soy hoy.
–Bueno… mejor es que me vaya…
–No, no, no… Todavía no he acabado. Falta que te afeite un lado de la cara… ¿Quieres que te alinee las patillas?... ¿Sabes porque me hice barbero, Jimmy?
–¿Por qué, Logan?
–Para que los muchachos del pueblo dejaran de llamarme Mierdecilla…ja, ja, ja…¿Te lo puedes creer?... Y a fe mía que lo conseguí, ya te imaginas la razón. Soy el único barbero del pueblo y la mayoría de los hombres de por aquí son demasiado zoquetes o perezosos para afeitarse a sí mismos.
Jimmy tenía empapada la camisa y su nerviosismo era creciente.
–Eran cosas de chicos, Logan. Unos irresponsables e inconscientes…
–¿Sabes que no me he casado? ¿Quién iba a querer a un mojón?
–Lo siento, Logan. ¿Qué pretendes hacer?
La voz del barbero se fue haciendo más tranquila, pero con un deje manifiesto de ironía:
–Afeitarte, Jimmy… afeitarte… No te imaginas las veces que soñé con este momento.
–¡Dios Santo, Logan! ¿No estarás pensando…?
–Nunca te preocupó lo que pensaba cuando me metíais la cabeza en el retrete de los baños de los chicos… ¿Por qué has de preocuparte ahora?
–Porque somos adultos y responsables.
–Gracias a Dios que es así, porque eso es precisamente lo que me permite hacer esto. Soy adulto y responsable de mis actos y te tengo a mi merced por primera vez en mi vida.
–¡Te lo suplico, Logan!
–¿Me lo suplicas? Sabe Dios cuántas veces te supliqué yo a ti, y cuantas más súplicas te prodigaba, más me torturabas, Jimmy.
–Teníamos quince años.
–¡No me vuelvas a repetir esa mierda de la edad! ¡Sabías lo que hacías!
El barbero afeitaba mientras hablaba, y cuando tenía necesidad de retirar la navaja para limpiar la espuma sobrante, lo hacía con un movimiento tan rápido que era imposible que Jimmy hiciese cualquier movimiento evasivo.
Estaba a punto de finalizar el afeitado. El frescor de la espuma en la cara contrastaba con el calor que emanaba del cuerpo de Jimmy, donde el copioso sudor estaba descomponiéndolo. Podía notar que su cuerpo había perdido tres litros de líquido durante esa breve conversación. Se sentía como un reo subiendo al cadalso sin posibilidad de redención.
–Jimmy… te lo vuelvo a preguntar… ¿quieres que te recorte las patillas o no, maldito cabrón?
Ante el insulto recibido a bocajarro, Jimmy supo que estaba a punto de morir y comenzó a gemir.
–¡Por Dios!... ¡no me mates!...
Un olor a excrementos surgió de pronto en la barbería y un chorro de orines se desplegó en una mancha creciente en los pantalones de Jimmy…
–Vaya, vaya… Jimmy… no me digas que te has cagado…¡Qué bonita ironía! ¿verdad?  ¿Quién es ahora el Mierdecilla, Jimmy?
–¡No me mates!… ¡Perdóname  por lo que te hice!...
–Bueno Jimmy… veo que no quieres que te corte las patillas. Tampoco vas a necesitar loción de afeitado. Con ese olor que despides, la loción sería como ponerle una guinda a un pastel de mierda… ¡Vete! y si tienes en estima tu vida no vuelvas a pisar este pueblo o tendrías que dejarte crecer la barba… ja, ja, ja… porque con esos dedos que parecen salchichas, me da la impresión de que eres uno de esos zotes  que cuando se afeitan dejan la cara como si se la hubiese acariciado un puma… ja, ja, ja.
Temblando de miedo, y creyendo que la navaja iba a deslizarse por su cuello de un momento a otro, Jimmy se levantó a duras penas, sollozando. Salió a la calle y, casi a tientas, alcanzó el Cadillac.

 La gente del pueblo vio como un Cadillac rojo chillón, con las ventanillas abiertas y la calavera de toro con los cuernos en la parrilla de la ventilación, circulaba por la avenida principal. A su paso quedaba en el ambiente un tufo a excrementos que la gente achacó a un problema en el alcantarillado.  

José M. Ramos González. Pontevedra, 26 de febrero de 2015.

domingo, 1 de marzo de 2015

El cura (relato)

Entró en la sacristía y se quitó la casulla con la que había oficiado la misa de la tarde. Una feligresa lo interrumpió para comprar una misa por sus difuntos.  La despachó con rapidez, después de haberle cobrado por adelantado una generosa suma. Sus misas eran más caras que las de las parroquias limítrofes. Algunos vecinos recalcitrantes ya habían presentado más de una queja ante el obispo, pero como era un regular pagador del diezmo que el obispado se llevaba por los oficios religiosos, los jerarcas de la alta institución eclesiástica habían hecho la vista gorda.
Cuando estuvo seguro de que la iglesia había quedado vacía, salió presuroso al altar para comprobar que no se encontraba ninguna anciana rezagada rezando el rosario. Odiaba a las ancianas porque éstas, viendo próxima su muerte, lo consideraban un agente de Dios, el único autorizado a interceder por la salvación de sus almas. Se veía obligado a confesarlas casi a diario y ya se sabía de memoria la monótona y repetitiva cháchara de esas mujeres que nunca pecaban, pero que aún así querían confesar a todo trance, porque el cielo hay que ganárselo día a día, según decían. A veces se quedaba dormido en el confesionario, mientras la penitente debía llamarlo varias veces para que la absolviera, lo cual hacía de forma automática, sin pensar, tan solo para librarse cuanto antes de tan tediosa tarea.
Miró los bancos alineados y al no ver a nadie se volvió al sagrario, abrió la pequeña puerta que estaba cubierta por una cortinilla bordada y tomó el cáliz. En un pequeño armario del retablo principal,  cuya puertezuela estaba disimulada con unos relieves de querubines que parecían formar parte del conjunto artístico, cogió una botella de vino. Vertió el cristalino y rojo licor en el cáliz y se lo llevó a los labios con avidez, con el ansia del sediento tras larga jornada sin beber. Repitió la acción, y, cuando ya había vaciado los tres cuartos de la botella, dejó el cáliz en el sagrario sin limpiarlo siquiera, llevándose la botella a la boca para engullir de un trago el cuarto restante.
Con la botella vacía en la mano dio la espalda al sagrario y, sin hacer la respetuosa genuflexión ante el Cristo crucificado que presidía el retablo, se dirigió de nuevo a la sacristía arrastrando los pies, mareado y notando como la embriaguez comenzaba a invadirlo. Aquella sensación de éxtasis que el alcohol le producía era lo mejor que el día le deparaba.
Se tumbó a lo largo sobre el sofá de la sacristía que crujió bajo su peso y llevó sus pensamientos lejos, cuando era joven, recién salido del Seminario. Como descubrió los placeres de la vida cuando salió de aquel recinto de mojigatería. Lo rápido que las tentaciones materiales habían destruido la aquella fe ilusoria y bobalicona que le habían inculcado unos profesores viciosos e indolentes. Ahora comprendía muchas de las actitudes que, en su inocencia, le habían pasado desapercibidas. Aquellas manifestaciones de cariño, aquellas caricias, las sonrisas lascivas que le prodigaban algunos de los próceres del Seminario. Se había convertido en uno de ellos.
Bebía a escondidas el vino de las misas, y, cuando consagraba la hostia, a veces lo hacía solo con agua, pues la jarra que debía contener la sangre de Cristo estaba vacía porque ya había dado buena cuenta de ella con anterioridad. Se apoderaba de él la lujuria cuando confesaba a una mujer joven y, bajo la máscara del sacerdote preocupado por la salvación del alma de la arrepentida, quería conocer los más ínfimos detalles del pecado relatado. Tal era su deleite que, en el paroxismo de la lascivia, preguntaba a la mujer si no había realizado tal o cual acto pecaminoso que esta ni se podía imaginar, excitándose con el rubor que provocaba en sus confesantes.
Un día, después de una confesión especialmente sugerente, se dirigió a un club de carretera que se encontraba alejado muchos kilómetros de distancia de su parroquia. Se aseguró que no era reconocido y pagó por yacer con una de las mujeres que allí trabajaba. Fue toda una revelación, y desde ese día repetía con relativa asiduidad, tratando de no ser sorprendido y, cuando en una ocasión alguien lo reconoció, se justificó manifestando que realizaba su trabajo de catecúmeno entre las prostitutas de la comarca. Pero ya le precedía cierta fama de díscolo y en el pueblo comenzaron a circular los rumores. Pero no tenían pruebas y él continuaba realizando sus labores pastorales, por lo que desde el obispado nada se le podía reprochar.
Seguía sumido en sus reflexiones bajo la niebla vaporosa de su borrachera, cuando escuchó un ruido que delataba la presencia de alguien en la iglesia. Se dijo que sería una anciana que quería confesar o algún feligrés que venía a pedirle a Dios algún favor y siguió en su estado de abatimiento alcohólico. Pero el ruido se hacía intenso, parecían estar golpeando algo con precipitación… Se levantó de mala gana, su humor se agrió y vacilando se encaminó hacia la puerta de la sacristía para observar que estaba pasando.
Fue entonces cuando lo vio. Estaba intentando forzar el cepillo de las limosnas, que ese día todavía no había sido recogido. Su ira alcanzó extremos inimaginables y su borrachera se disipó cuando fue consciente de que le estaban robando. Su avaricia no se limitaba a cobrar misas a precios desorbitados, sino que era innata en él, formaba parte de su naturaleza rústica. De todos los pecados conocidos, el peor de todos era el robo a su patrimonio, el robo a su persona. El dinero era su “becerro de oro” y no iba a permitir que ultrajasen a su único dios verdadero, la única cosa en el mundo que le proporcionaba todos aquellos placeres que eran prometidos por sus colegas en el más allá. Él solo creía en el más acá, y aquel miserable quería robarle un ínfimo trozo de su cielo. Tomó un candelabro de metal, cuyas velas se habían consumido y se dirigió cauteloso, casi en actitud felina, hacia el ladrón.
Cuando estuvo a algunos pasos de él lo reconoció. Era un mendigo que deambulaba por el pueblo hacía años y que se dedicaba a pedir limosna en la puerta de la iglesia, pero jamás se había atrevido a profanar la casa de Dios.
Cuando las miradas de los dos hombres se encontraron, la del mendigo era el terror personificado en un cuerpo débil, enflaquecido por el hambre crónica, mientras que la de él, hombre fuerte, alto, con prominente vientre, como un de Goliat ante un David sin honda, era de rabia y odio incontenible. Le golpeó repetidas veces con el candelabro hasta que el mendigo cayó con sordo ruido sobre el suelo de madera de la iglesia, dejando correr las pocas monedas de centavo que había extraído del cepillo.
Cuando se agachó para comprobar si el hombrecillo seguía con vida, vio que no respiraba y no tenía pulso. Su experiencia con los muertos le dijo que el hombre había dejado de existir. No se inmutó, no pasó por él ni el menor atisbo de arrepentimiento ni desesperación. Creyó tener derecho a hacer lo que había hecho en justa proporción al pecado contra él cometido. Ni siquiera le aplicó la extremaunción.
Como era fuerte y vigoroso, envolvió el cadáver en una alfombra y como pesaba poco lo trasladó sin dificultad a la tapia del cementerio que lindaba con la iglesia. Cavó un profundo agujero y allí enterró a aquel hombrecillo anónimo al que nadie echaría de menos.
Satisfecho, pues había librado a la parroquia de un mendigo al mismo tiempo que disfrutaba de la venganza, volvió a la sacristía para tumbarse de nuevo y descansar de tan accidentada jornada. Al día siguiente tenía que oficiar un bautizo, una boda y una misa de aniversario. 

José Manuel Ramos González, Pontevedra, 25 de febrero de 2015.