domingo, 1 de marzo de 2015

El cura (relato)

Entró en la sacristía y se quitó la casulla con la que había oficiado la misa de la tarde. Una feligresa lo interrumpió para comprar una misa por sus difuntos.  La despachó con rapidez, después de haberle cobrado por adelantado una generosa suma. Sus misas eran más caras que las de las parroquias limítrofes. Algunos vecinos recalcitrantes ya habían presentado más de una queja ante el obispo, pero como era un regular pagador del diezmo que el obispado se llevaba por los oficios religiosos, los jerarcas de la alta institución eclesiástica habían hecho la vista gorda.
Cuando estuvo seguro de que la iglesia había quedado vacía, salió presuroso al altar para comprobar que no se encontraba ninguna anciana rezagada rezando el rosario. Odiaba a las ancianas porque éstas, viendo próxima su muerte, lo consideraban un agente de Dios, el único autorizado a interceder por la salvación de sus almas. Se veía obligado a confesarlas casi a diario y ya se sabía de memoria la monótona y repetitiva cháchara de esas mujeres que nunca pecaban, pero que aún así querían confesar a todo trance, porque el cielo hay que ganárselo día a día, según decían. A veces se quedaba dormido en el confesionario, mientras la penitente debía llamarlo varias veces para que la absolviera, lo cual hacía de forma automática, sin pensar, tan solo para librarse cuanto antes de tan tediosa tarea.
Miró los bancos alineados y al no ver a nadie se volvió al sagrario, abrió la pequeña puerta que estaba cubierta por una cortinilla bordada y tomó el cáliz. En un pequeño armario del retablo principal,  cuya puertezuela estaba disimulada con unos relieves de querubines que parecían formar parte del conjunto artístico, cogió una botella de vino. Vertió el cristalino y rojo licor en el cáliz y se lo llevó a los labios con avidez, con el ansia del sediento tras larga jornada sin beber. Repitió la acción, y, cuando ya había vaciado los tres cuartos de la botella, dejó el cáliz en el sagrario sin limpiarlo siquiera, llevándose la botella a la boca para engullir de un trago el cuarto restante.
Con la botella vacía en la mano dio la espalda al sagrario y, sin hacer la respetuosa genuflexión ante el Cristo crucificado que presidía el retablo, se dirigió de nuevo a la sacristía arrastrando los pies, mareado y notando como la embriaguez comenzaba a invadirlo. Aquella sensación de éxtasis que el alcohol le producía era lo mejor que el día le deparaba.
Se tumbó a lo largo sobre el sofá de la sacristía que crujió bajo su peso y llevó sus pensamientos lejos, cuando era joven, recién salido del Seminario. Como descubrió los placeres de la vida cuando salió de aquel recinto de mojigatería. Lo rápido que las tentaciones materiales habían destruido la aquella fe ilusoria y bobalicona que le habían inculcado unos profesores viciosos e indolentes. Ahora comprendía muchas de las actitudes que, en su inocencia, le habían pasado desapercibidas. Aquellas manifestaciones de cariño, aquellas caricias, las sonrisas lascivas que le prodigaban algunos de los próceres del Seminario. Se había convertido en uno de ellos.
Bebía a escondidas el vino de las misas, y, cuando consagraba la hostia, a veces lo hacía solo con agua, pues la jarra que debía contener la sangre de Cristo estaba vacía porque ya había dado buena cuenta de ella con anterioridad. Se apoderaba de él la lujuria cuando confesaba a una mujer joven y, bajo la máscara del sacerdote preocupado por la salvación del alma de la arrepentida, quería conocer los más ínfimos detalles del pecado relatado. Tal era su deleite que, en el paroxismo de la lascivia, preguntaba a la mujer si no había realizado tal o cual acto pecaminoso que esta ni se podía imaginar, excitándose con el rubor que provocaba en sus confesantes.
Un día, después de una confesión especialmente sugerente, se dirigió a un club de carretera que se encontraba alejado muchos kilómetros de distancia de su parroquia. Se aseguró que no era reconocido y pagó por yacer con una de las mujeres que allí trabajaba. Fue toda una revelación, y desde ese día repetía con relativa asiduidad, tratando de no ser sorprendido y, cuando en una ocasión alguien lo reconoció, se justificó manifestando que realizaba su trabajo de catecúmeno entre las prostitutas de la comarca. Pero ya le precedía cierta fama de díscolo y en el pueblo comenzaron a circular los rumores. Pero no tenían pruebas y él continuaba realizando sus labores pastorales, por lo que desde el obispado nada se le podía reprochar.
Seguía sumido en sus reflexiones bajo la niebla vaporosa de su borrachera, cuando escuchó un ruido que delataba la presencia de alguien en la iglesia. Se dijo que sería una anciana que quería confesar o algún feligrés que venía a pedirle a Dios algún favor y siguió en su estado de abatimiento alcohólico. Pero el ruido se hacía intenso, parecían estar golpeando algo con precipitación… Se levantó de mala gana, su humor se agrió y vacilando se encaminó hacia la puerta de la sacristía para observar que estaba pasando.
Fue entonces cuando lo vio. Estaba intentando forzar el cepillo de las limosnas, que ese día todavía no había sido recogido. Su ira alcanzó extremos inimaginables y su borrachera se disipó cuando fue consciente de que le estaban robando. Su avaricia no se limitaba a cobrar misas a precios desorbitados, sino que era innata en él, formaba parte de su naturaleza rústica. De todos los pecados conocidos, el peor de todos era el robo a su patrimonio, el robo a su persona. El dinero era su “becerro de oro” y no iba a permitir que ultrajasen a su único dios verdadero, la única cosa en el mundo que le proporcionaba todos aquellos placeres que eran prometidos por sus colegas en el más allá. Él solo creía en el más acá, y aquel miserable quería robarle un ínfimo trozo de su cielo. Tomó un candelabro de metal, cuyas velas se habían consumido y se dirigió cauteloso, casi en actitud felina, hacia el ladrón.
Cuando estuvo a algunos pasos de él lo reconoció. Era un mendigo que deambulaba por el pueblo hacía años y que se dedicaba a pedir limosna en la puerta de la iglesia, pero jamás se había atrevido a profanar la casa de Dios.
Cuando las miradas de los dos hombres se encontraron, la del mendigo era el terror personificado en un cuerpo débil, enflaquecido por el hambre crónica, mientras que la de él, hombre fuerte, alto, con prominente vientre, como un de Goliat ante un David sin honda, era de rabia y odio incontenible. Le golpeó repetidas veces con el candelabro hasta que el mendigo cayó con sordo ruido sobre el suelo de madera de la iglesia, dejando correr las pocas monedas de centavo que había extraído del cepillo.
Cuando se agachó para comprobar si el hombrecillo seguía con vida, vio que no respiraba y no tenía pulso. Su experiencia con los muertos le dijo que el hombre había dejado de existir. No se inmutó, no pasó por él ni el menor atisbo de arrepentimiento ni desesperación. Creyó tener derecho a hacer lo que había hecho en justa proporción al pecado contra él cometido. Ni siquiera le aplicó la extremaunción.
Como era fuerte y vigoroso, envolvió el cadáver en una alfombra y como pesaba poco lo trasladó sin dificultad a la tapia del cementerio que lindaba con la iglesia. Cavó un profundo agujero y allí enterró a aquel hombrecillo anónimo al que nadie echaría de menos.
Satisfecho, pues había librado a la parroquia de un mendigo al mismo tiempo que disfrutaba de la venganza, volvió a la sacristía para tumbarse de nuevo y descansar de tan accidentada jornada. Al día siguiente tenía que oficiar un bautizo, una boda y una misa de aniversario. 

José Manuel Ramos González, Pontevedra, 25 de febrero de 2015.