Entró en la
sacristía y se quitó la casulla con la que había oficiado la misa de la tarde.
Una feligresa lo interrumpió para comprar una misa por sus difuntos. La despachó con rapidez, después de haberle
cobrado por adelantado una generosa suma. Sus misas eran más caras que las de
las parroquias limítrofes. Algunos vecinos recalcitrantes ya habían presentado
más de una queja ante el obispo, pero como era un regular pagador del diezmo
que el obispado se llevaba por los oficios religiosos, los jerarcas de la alta
institución eclesiástica habían hecho la vista gorda.
Cuando estuvo seguro
de que la iglesia había quedado vacía, salió presuroso al altar para comprobar
que no se encontraba ninguna anciana rezagada rezando el rosario. Odiaba a las
ancianas porque éstas, viendo próxima su muerte, lo consideraban un agente de
Dios, el único autorizado a interceder por la salvación de sus almas. Se veía
obligado a confesarlas casi a diario y ya se sabía de memoria la monótona y
repetitiva cháchara de esas mujeres que nunca pecaban, pero que aún así querían
confesar a todo trance, porque el cielo hay que ganárselo día a día, según decían.
A veces se quedaba dormido en el confesionario, mientras la penitente debía
llamarlo varias veces para que la absolviera, lo cual hacía de forma
automática, sin pensar, tan solo para librarse cuanto antes de tan tediosa
tarea.
Miró los bancos
alineados y al no ver a nadie se volvió al sagrario, abrió la pequeña puerta
que estaba cubierta por una cortinilla bordada y tomó el cáliz. En un pequeño
armario del retablo principal, cuya
puertezuela estaba disimulada con unos relieves de querubines que parecían
formar parte del conjunto artístico, cogió una botella de vino. Vertió el
cristalino y rojo licor en el cáliz y se lo llevó a los labios con avidez, con
el ansia del sediento tras larga jornada sin beber. Repitió la acción, y,
cuando ya había vaciado los tres cuartos de la botella, dejó el cáliz en el
sagrario sin limpiarlo siquiera, llevándose la botella a la boca para engullir
de un trago el cuarto restante.
Con la botella vacía
en la mano dio la espalda al sagrario y, sin hacer la respetuosa genuflexión
ante el Cristo crucificado que presidía el retablo, se dirigió de nuevo a la
sacristía arrastrando los pies, mareado y notando como la embriaguez comenzaba
a invadirlo. Aquella sensación de éxtasis que el alcohol le producía era lo
mejor que el día le deparaba.
Se tumbó a lo largo
sobre el sofá de la sacristía que crujió bajo su peso y llevó sus pensamientos
lejos, cuando era joven, recién salido del Seminario. Como descubrió los
placeres de la vida cuando salió de aquel recinto de mojigatería. Lo rápido que
las tentaciones materiales habían destruido la aquella fe ilusoria y bobalicona
que le habían inculcado unos profesores viciosos e indolentes. Ahora comprendía
muchas de las actitudes que, en su inocencia, le habían pasado desapercibidas.
Aquellas manifestaciones de cariño, aquellas caricias, las sonrisas lascivas
que le prodigaban algunos de los próceres del Seminario. Se había convertido en
uno de ellos.
Bebía a escondidas
el vino de las misas, y, cuando consagraba la hostia, a veces lo hacía solo con
agua, pues la jarra que debía contener la sangre de Cristo estaba vacía porque
ya había dado buena cuenta de ella con anterioridad. Se apoderaba de él la
lujuria cuando confesaba a una mujer joven y, bajo la máscara del sacerdote
preocupado por la salvación del alma de la arrepentida, quería conocer los más
ínfimos detalles del pecado relatado. Tal era su deleite que, en el paroxismo de
la lascivia, preguntaba a la mujer si no había realizado tal o cual acto
pecaminoso que esta ni se podía imaginar, excitándose con el rubor que
provocaba en sus confesantes.
Un día, después de
una confesión especialmente sugerente, se dirigió a un club de carretera que se
encontraba alejado muchos kilómetros de distancia de su parroquia. Se aseguró
que no era reconocido y pagó por yacer con una de las mujeres que allí
trabajaba. Fue toda una revelación, y desde ese día repetía con relativa
asiduidad, tratando de no ser sorprendido y, cuando en una ocasión alguien lo
reconoció, se justificó manifestando que realizaba su trabajo de catecúmeno
entre las prostitutas de la comarca. Pero ya le precedía cierta fama de díscolo
y en el pueblo comenzaron a circular los rumores. Pero no tenían pruebas y él
continuaba realizando sus labores pastorales, por lo que desde el obispado nada
se le podía reprochar.
Seguía sumido en sus
reflexiones bajo la niebla vaporosa de su borrachera, cuando escuchó un ruido
que delataba la presencia de alguien en la iglesia. Se dijo que sería una
anciana que quería confesar o algún feligrés que venía a pedirle a Dios algún
favor y siguió en su estado de abatimiento alcohólico. Pero el ruido se hacía
intenso, parecían estar golpeando algo con precipitación… Se levantó de mala
gana, su humor se agrió y vacilando se encaminó hacia la puerta de la sacristía
para observar que estaba pasando.
Fue entonces cuando
lo vio. Estaba intentando forzar el cepillo de las limosnas, que ese día
todavía no había sido recogido. Su ira alcanzó extremos inimaginables y su
borrachera se disipó cuando fue consciente de que le estaban robando. Su
avaricia no se limitaba a cobrar misas a precios desorbitados, sino que era
innata en él, formaba parte de su naturaleza rústica. De todos los pecados
conocidos, el peor de todos era el robo a su patrimonio, el robo a su persona.
El dinero era su “becerro de oro” y no iba a permitir que ultrajasen a su único
dios verdadero, la única cosa en el mundo que le proporcionaba todos aquellos
placeres que eran prometidos por sus colegas en el más allá. Él solo creía en
el más acá, y aquel miserable quería robarle un ínfimo trozo de su cielo. Tomó
un candelabro de metal, cuyas velas se habían consumido y se dirigió cauteloso,
casi en actitud felina, hacia el ladrón.
Cuando estuvo a
algunos pasos de él lo reconoció. Era un mendigo que deambulaba por el pueblo
hacía años y que se dedicaba a pedir limosna en la puerta de la iglesia, pero
jamás se había atrevido a profanar la casa de Dios.
Cuando las miradas
de los dos hombres se encontraron, la del mendigo era el terror personificado
en un cuerpo débil, enflaquecido por el hambre crónica, mientras que la de él,
hombre fuerte, alto, con prominente vientre, como un de Goliat ante un David
sin honda, era de rabia y odio incontenible. Le golpeó repetidas veces con el
candelabro hasta que el mendigo cayó con sordo ruido sobre el suelo de madera
de la iglesia, dejando correr las pocas monedas de centavo que había extraído
del cepillo.
Cuando se agachó
para comprobar si el hombrecillo seguía con vida, vio que no respiraba y no tenía
pulso. Su experiencia con los muertos le dijo que el hombre había dejado de
existir. No se inmutó, no pasó por él ni el menor atisbo de arrepentimiento ni
desesperación. Creyó tener derecho a hacer lo que había hecho en justa
proporción al pecado contra él cometido. Ni siquiera le aplicó la
extremaunción.
Como era fuerte y
vigoroso, envolvió el cadáver en una alfombra y como pesaba poco lo trasladó
sin dificultad a la tapia del cementerio que lindaba con la iglesia. Cavó un
profundo agujero y allí enterró a aquel hombrecillo anónimo al que nadie
echaría de menos.
Satisfecho, pues
había librado a la parroquia de un mendigo al mismo tiempo que disfrutaba de la
venganza, volvió a la sacristía para tumbarse de nuevo y descansar de tan
accidentada jornada. Al día siguiente tenía que oficiar un bautizo, una boda y
una misa de aniversario.
José Manuel Ramos
González, Pontevedra, 25 de febrero de 2015.