En Poligolandia (del griego Polis, ciudad y golandia, una de las permutaciones de la palabra diagonal) había dos clases sociales diferenciadas: los polígonos convexos y los cóncavos. Pues bien, sin entrar en muchos detalles, sería conveniente explicar que los convexos regulares eran los que ocupaban las posiciones más privilegiadas en el ámbito intelectual; eran filósofos, científicos, lingüistas, investigadores, mientras que los cóncavos irregulares se encontraban en el escalafón inferior por su forma generalmente deforme, y en los ángulos exteriores agudos que presentaban, acumulaban suciedad y polvo en verano y agua en invierno; en definitiva eran los parias, y los demás huían de ellos por los vértices extremadamente peligrosos que presentaban, una especie de armas que no poseían los convexos, lo cual los hacía propicios para la defensa del país y en consecuencia los que poseían más lados eran elegidos para formar parte de un ejército invencible cuyos oficiales eran los regulares estrellados.
Otra característica que los diferenciaba era que los cóncavos tenían al menos una diagonal que salía fuera de su cuerpo, mientras los convexos las mantenían todas en su interior. No resultaba agradable ver una diagonal saliendo del recinto perimetral como una desagradable excrecencia
No obstante dentro de cada una de dichas clases existían unas importantes diferencias; en una y otra existían polígonos de bella factura llamados regulares, caracterizados por tener sus lados iguales. Cuántos más lados tenían más importantes eran. El triángulo equilátero y el cuadrado eran unos convexos regulares muy torpes, que cuando se desplazaban tenía que girar ciento veinte grados de vértice a vértice el primero y noventa grados el segundo, ya que el deslizamiento no formaba parte de su medio de locomoción, sin embargo el dodecágono casi podía rodar. En general si el polígono era un regular de n lados, debía efectuar un giro sobre su centro de 360/n grados por vértice (medida de velocidad usada en Poligolandia) para desplazarse vértice a vértice. Obviamente los más veloces eran los regulares de mayor número de lados. Entre los cóncavos los había también bellos como los llamados polígonos estrellados, que como ya se ha dicho comandaban el ejército. Uno de los más célebres de ellos era la llamada “Estrella de David”, que era un cruce entre dos triángulos equiláteros. Un claro ejemplo de que las leyes de la herencia no seguían una pauta lógica. Dos polígonos iguales no engendraban otro de su misma especie necesariamente y las mutaciones eran corrientes. Aún así, reinaban el orden y la paz.
Poligolandia era una autocracia liderada por la circunferencia. Algunos disidentes, exiliados en geometrías no euclídeas, objetaban que no era un polígono, pero los adictos al régimen sustentaban que a medida que se aumentan los lados de los polígonos regulares convexos la tendencia era obtener el polígono ideal. Pues bien, esa era la razón del liderazgo de la circunferencia, considerada como el polígono más perfecto que existía, el que más lados tenía y cuyos infinitos vértices distaban entre sí un valor infinitésimo. Tan milagrosa era su existencia que ni los más sesudos filósofos, pese a múltiples disquisiciones, podían establecer la frontera entre ella y los polígonos comunes.
También era el más veloz. Recordad que para desplazarse su velocidad en grados por vértice era nula, ya que al dividir 360 entre un número infinito de lados, el resultado como sabemos es cero, con lo cual no consumía energía alguna. Un líder que a la vez era el ideal de la belleza y la perfección.
Pero un día se produjo un hecho que iba a conmocionar el mundo de los polígonos, algo que iba a dar al traste con la adoración que sentían por su líder y a proporcionar un argumento capital a los contrarios al régimen.
Y fue precisamente la promulgación de un edicto lo que iba a ser causa de su derrocamiento:
Un día la casta sacerdotal, constituida por pentágonos regulares (de ahí procede el hecho de que las mitras que portan nuestros obispos tengan forma pentagonal), pidieron audiencia a la circunferencia. Le informaron que la moral peligraba gravemente en Poligolandia, que era necesario que dejasen de circular desnudos por las calles. Los vértices al desnudo eran motivo de muchos accidentes al rozarse entre ellos y en ocasiones se producían penetraciones indecorosas, produciéndose aberraciones cada vez mayores. Había que acabar con ese estado de cosas y la única solución era vestir a los polígonos para suavizar sus vértices con telas de un satén que aminorase el choque y la fricción.
La circunferencia, para mantener satisfecha a la casta sacerdotal, accedió y sancionó la ley propuesta.
A partir de ese momento los sastres, que en su mayoría eran polígonos estrellados de múltiples vértices que usaban a modo de agujas, no descansaron, midiendo perímetros, para lo cual medían los segmentos que constituían los lados y con una sencilla suma obtenían la longitud que tenían que cubrir.
El problema surgió cuando se intentó medir el perímetro de la circunferencia para confeccionarle un traje regio. No podía ser que todos sus súbditos estuviesen vestidos y ella no. Sería el hazmerreír de Poligolandia y toda su autoridad se desvanecería.
Por mucho que lo intentaban no lograban dar con la medida adecuada. La circunferencia no tenía lados, y si los tenía eran tantos y tan minúsculos que no se veían, así que los aparatos utilizados por los sastres para medir segmentos no podían ser utilizados en el perímetro de la circunferencia. Construyeron medidores muy pequeños, pero si los aplicaban por el interior, el traje le quedaba corto y si aplicaban la medición por el exterior, el traje le quedaba holgado. Era imposible.
Los sastres de Poligolandia desconocían la existencia de pi.
Ese fue el motivo de la caída de la circunferencia del Olimpo de los polígonos, siendo exiliada a Conicolandia, donde vive en armonía con sus parientes la elipse, la hipérbola y la parábola, aunque de vez en cuando siente añoranza y se inscribe o circunscribe en alguna elipse caritativa que se lo permite.
José Manuel Ramos González