Esa tarde lo habían desafiado en el bulevar. En realidad él había sido el culpable. ¿Cómo había podido actuar de un modo tan pueril ante la mujer de sus sueños? Había quedado como un idiota ante ella y por añadidura había puesto su vida en manos de un desconocido.
Era un estudiante de veinte años, imberbe y con un rostro que incluso aparentaba menos edad. Un día, paseando por una calle de París, vio a aquella dama. Era una mujer joven, hermosa y distinguida. Un sentimiento que en su vida había experimentado, le golpeó en el pecho como un mazazo. Era el primer amor de una adolescencia un poco tardía. Con timidez se acercó a ella y caballerosamente la saludó. Al verlo tan joven e indefenso, en ella surgieron unos incipientes instintos maternales. Se volvieron a ver y se hicieron amigos. Él perdidamente enamorado, ella divirtiéndose en lo que creía el inocente juego de seducir a un jovencito.
Un día, mientras la buscaba afanosamente en el bulevar, la vio a lo lejos acompañada de un caballero. La pareja iba tomada del brazo. El día era soleado; ella llevaba una sombrilla con elegancia y se dirigía al hombre con mirada risueña y coqueta. Su acompañante era un elegante hombre, de esos llamados mundanos, con un sombrero de copa y un bastón. Se les veía alegres y con cierta complicidad en sus ademanes. El chico recibió un impacto en el estómago, luego le subió una oleada ardiente hasta la cara que era una mezcla de indignación y odio. En realidad no sabía quién era el objeto de esa ira, si él o ella. En cualquier caso no fue consciente de que eran unos violentos celos.
Durante toda su vida había sido un rebelde, lo que le había procurado no pocos disgustos a sus padres. Ya no era la primera vez que había sido expulsado del colegio por su falta de respeto a la autoridad. Pero los celos, nunca habían formado parte de su carácter conspicuo e indómito … hasta ahora.
Sin meditarlo, y con el ímpetu que la naturaleza proporciona a un joven adolescente enamorado y celoso, se acercó a ambos y, dirigiéndose a la dama, exclamó con un tono evidentemente descortés: «Veo que estáis muy bien acompañada…». Ella quedó muda. El caballero, percatándose de la insolencia de aquellas palabras, preguntó a la dama: «¿Conocéis a este petimetre?». La furia, que pugnaba por salir por todos los poros de su piel, ya no conoció encierro y el muchacho propinó una bofetada al caballero.
La dama se llevó la mano enguantada a la boca con una expresión de horror reflejada en su rostro. El caballero, en un acto reflejo, levantó el bastón, dejándolo suspendido unas décimas de segundo en el aire. Luego, se recompuso con dignidad y dijo: «Caballero, exijo una satisfacción. Averiguaré quién sois y os enviaré a mis padrinos».
A partir de ese momento todo se precipitó. Esa misma noche, unos caballeros acudieron al ático donde malamente vivía rodeado de sus libros. Su habitación tenía una mesa, un camastro y un recipiente para encender el carbón en las frías noches parisinas. Él no conocía el protocolo del duelo, pero fue debidamente informado por aquellos hombres que, dicho sea de paso, se mostraron sumamente amables y respetuosos. Al ver a aquel muchacho tan joven, de vez en cuando uno de ellos miraba al otro y negaba con la cabeza con gesto que denotaba compasión. Solamente ellos sabían que su apadrinado era campeón de esgrima del ejército francés.
Le costó mucho dormirse. Al día siguiente temprano, acudió a la residencia de dos de sus compañeros de estudios. Les contó el incidente y les pidió que actuasen como sus testigos. Los muchachos aceptaron de inmediato. Es más, quedaron encantados con lo que para ellos era una aventura de hombres de honor. Él les dio la dirección a donde debían acudir para parlamentar y decidir las condiciones con los padrinos de su rival, y se fue cabizbajo hacia su domicilio. Tenía algo que resolver. Al mediodía, sus amigos sofocados por la carrera y el ascenso hasta el ático, le comunicaron que el duelo se celebraría a la mañana siguiente en el bosque de Bolonia y el arma elegida por el ofendido era la espada.
Ya solo en su cuarto, el pensamiento del enfrentamiento lo obsesionaba. Su cabeza era un torbellino de mil ideas, pero sobre todo primaba el temor a la muerte. Él no era hombre de armas. Lo único que siempre se le había dado bien eran las matemáticas. Enfrascado en sus estudios se evadía de la realidad. ¡Eso es! Las matemáticas le ayudarían a olvidar lo que ocurriría dentro de unas horas.
Se sentó, tomó papel y pluma y comenzó a escribir todas las ideas que en su mente bulllían, producto de los estudios que había efectuado y de lo que creía haber descubierto. Con anterioridad había sometido sus ideas a algunos profesores, pero su carácter indomable y su falta de disciplina académica, le cerraron las puertas de los estamento científicos más reputados, así que dejó de insistir por temor al ridículo y al rechazo. Era un estudiante de l’École Normal y seguramente no le darían crédito.
Pero intuía que iba a morir y era el momento de dar forma y ordenar sus ideas. Se volcó en la tarea. Dos propósitos fundamentales lo alentaban: dejar el testimonio escrito de sus descubrimientos y olvidarse del lance de honor en el que se vería envuelto al amanecer.
Trabajó toda la noche. El cansancio por la falta de sueño lo debilitó. No probó bocado, sus nervios le impedían tragar. Llegaron sus testigos a recogerlo. Salió de su cuarto pálido y temblando de frío y angustia…
En la mesa de su modesto cuarto, unas cuartillas escritas repletas de símbolos matemáticos, eran el último legado de aquel muchacho que dentro de unas horas pasaría a la historia de la Ciencia.
Se llamaba Evariste Galois.
José Manuel Ramos González
Pontevedra, 2 de enero de 2012